Una mañana de abril

Qué gran tentación ha sido siempre para los artistas ver en las mujeres flores: Proust avanzaba por París a la sombra de las muchachas en flor y Shakespeare preguntaba a su amada: “¿Te compararé a una mañana de abril, a un día de verano?”. Y se veían los dos con el cielo azul sobre sus sombreros, las cabecitas de colores que asoman entre la hierba, la felicidad de mirar hacia lo que nos brinda luz y belleza. En realidad, estas dos mujeres son gacelas disfrazadas de rosas: como las gacelas, oscilan con gracia sobre sus piernas largas, mueven el cuello para adelantarse un instante al futuro y fingen ignorar al fotógrafo que las admira con ojos de terciopelo tercamente fijos en otro lugar; pero parece que hayan hecho un pacto con un hada traviesa, y se hayan cubierto con capas y capas de pétalos, camufladas de humanas, porque las gacelas corren siempre peligro en las ciudades, aunque sean tan bellas como éstas, aunque se encuentren detenidas en el tiempo como la noria que no gira en las alturas, el coche que recuerda tiempos más elegantes y lentos, la hilera interminable de farolas que está pidiendo que, por la noche, las parejas de enamorados se besen con parsimonia bajo cada una de ellas. Pero para entonces, ellas ya no estarán allí: el hechizo acaba a medianoche y entonces correrán hacia el bosque bajo su auténtica forma, y las calles aparecerán cubiertas de pétalos rojos y blancos que se desprendieron en la huida. Durante semanas, algunos niños soñarán con imágenes borrosas de las dos lindas criaturas. Luego, con el viento, las rosas y los recuerdos desaparecerán; solo el fotógrafo continuará obsesionado con ellas. Desesperado, renunciará a continuar retratando escenas en la ciudad, tan vacía sin ellas. Se irá al campo, a una casita perdida, y al atardecer recorrerá las sendas y los atajos en busca de una cierva esbelta, de una gacela tímida, de algo que le vuelva a recordar a una rosa en movimiento, a aquella tarde de primavera, al momento de la suprema felicidad del encuentro.