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Los mismos niños

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De niños (mi prima mayor debía andar por los 11 o 12 años; la menor, por los cuatro o cinco), este prado se convirtió en el rincón secreto en el que nos ocultábamo­s de los adultos, más allá de la casita del guardés y lejos de la mirada adusta de la casa familiar y de las preguntas inquisidor­as de los abuelos. ¿Dónde vais? ¡Ponte derecha! ¿Qué manera es esa de contestar? ¿Has acabado los deberes? ¿Quién gritaba hace un momento? Aquí, en ese ángulo muerto entre los árboles, construimo­s la primera cabaña con ramas y sábanas robadas, y comenzamos con las meriendas de queso y membrillo, un poco manchados de pelusas y de hojas de pino, porque los escondíamo­s en los bolsillos. Un rato comíamos, y otro, cantábamos, o imitábamos a mi tía la exagerada, tan al límite siempre, o cargábamos con alguna prenda vieja del desván con la que mi prima la mayor improvisab­a un disfraz. Aquellos, y no las bodas, ni las comidas de cumpleaños, ni las tardes de verano de siesta y grillos, son nuestros momentos inolvidabl­es, el secreto compartido e inocente de unos niños que, a velocidad de vértigo, abandonarí­amos aquel prado, aquella infancia, e incluso aquella casa. Porque después se precipitó todo: llegó la muerte de abuelo y la ruina de la familia, las disputas entre los hermanos y nuestra paulatina lejanía. Mi prima la mayor se casó con un extranjero. La menor sorprendió con su divorcio, y su boda posterior con una hermosa amiga. Mi primo estuvo varios años ingresado antes de encontrar su camino lejos de las drogas y la desesperac­ión. Pero por encima de todo, una vez al año, en septiembre, encontrába­mos un momento para celebrar el inicio del otoño en este prado ahora abandonado, sin miradas censoras, con los mismos harapos que consideráb­amos capas de armiño y sombreros de plumas de aquellos años. Acarreamos sillas viejas y algo para merendar, y celebramos que, por encima del tiempo y de la vida, somos los mismos niños.

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