LleonrremécupioevrriddLoa p, upocerarqosuacéohmlooro ha payocraían n. aod ie
pretendía cruzarme con él, ni mucho menos de qué hablamos, las pocas veces que lo hicimos. Pero sí esa emoción agotadora, extenuante, la felicidad pura rozada con los dedos. Lucas, o más bien, el fantasma de Lucas que yo adoraba, me preparó para amueblar mi corazón para otras pasiones y para otras decepciones, que ya nunca serían tan intensas, ni tan amargas. Día a día, cuando me giraba en la clase para mirarle de reojo, mientras fingía buscar algo en mi mochila, aprendía a tener paciencia, a contener mis latidos, a experimentar el goce del que hablaban los poetas, y los músicos, y las canciones.
Luego aquello se desvaneció, porque mi carácter no soporta no obtener lo que busca por demasiado tiempo. En eso mi hija se parece a mí, arde pero pronto se convierte en una ceniza más resignada y más sensata.
¿Por qué dejé de quererle? ¿Qué pasó para que llegara otro, y otro luego, y después mi marido, que nada tiene que ver con Lucas, y al que a veces amo con la sombra de aquella intensidad, y otras miro con absoluta indiferencia, como si fuera una parte de mi cuerpo que no acaba de complacerme?
Veo a la niña y creo que, sin contarle nada de esto, podría aún preparar un reencuentro con su complicidad. Ella no sabe, pero intuye algo, sueña todo, adivina lo venidero. Ella es mi cómplice, mi amiga, la carne que hemos modelado su padre y yo lo mejor que hemos sabido. Le emocionaría escogerme un vestido (ya se le ha pasado la pasión por el rosa, sería azul, o negro, acaba de descubrir el negro y ya ha comenzado a pintarse las uñas de muerto), y peinarme para probar cómo me queda un recogido, y acompañarme a que me pruebe zapatos, que le fascinan. Soy su muñeca, a veces, (todos lo somos, incluido su hermano, el pobre, al que tortura con el infinito esmero que solo despliegan las hermanas mayores con los cachorros que aman) y esta sería su obra maestra, como ella es la mía. –Tienes, tienes, tienes. ¡Mamá! Tienes. ahí está la fantasía, la posibilidad, vernos, verle, que me vean, gritar alto en qué me he convertido, disfrutar de sus éxitos (sé que lo haré, no soy una persona mezquina) y llorar a los que ya faltan, que en 20 años son muchos. Podría subirme el cabello sobre la nuca, y ponerme un vestido negro y unas sandalias brillantes, y bailar, y reír, y coquetear, y darle una oportunidad a ese encuentro, el verano, el pasado, el presente, lo que fuimos, lo que soñamos. Un paréntesis en una vida que ha sido siempre formal y sensata, una locura, una oportunidad... Sí, puede que lo haga. O puede, lo más probable, que no.