ABC - Mujer Hoy

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en la orilla, se puso a gritar y la madre, desesperad­a, también avanzó en el turbio lodazal hasta donde estaban sus hijos. Les dio la mano pero no sirvió de nada. Luego se fueron hundiendo todos. El pequeño les siguió. eso contaba la gente. Nadie estuvo allí, nadie conoció a ciencia cierta el orden de los acontecimi­entos, pero sí que la cantera había engullido a una madre con sus cuatro hijos. Samira pensaba en ellos mientras se quitaba el imperdible de debajo de la barbilla y se deshacía del pañuelo. Dejó al descubiert­o un pelo negro en el que se reflejaba la luz, recogido en un moño en la nuca. Lo deshizo y el cabello cayó en cascada hasta la cintura.

Vinieron muchos a pedirle la mano cuando apenas era una niña. Sus padres le hicieron caso, no la dieron en matrimonio. Samira esperaba siempre algo mejor. Ofendieron a los pretendien­tes. Cuando cumplió 20 años dejaron de venir. Entonces Samira empezó a sentirse el cuerpo pesado, como un lastre. Esperaba a un marido como el de la hermana, uno que le comprara cremas para la cara y la llevara a un país donde el sol no pegara tan fuerte, donde hay máquinas para lavar la ropa.

Se quedó prendada del costurero al que le hacía encargos en la ciudad. Hamid le hablaba con los ojos puestos en el hilo que tenía entre las manos. Le decía hermana mía. Ella bajaba la mirada, hablaba con la voz queda. Se pasaba largos ratos allí de pie, junto al mostrador mientras él atendía a los cliente o enrollaba los hilos o cosía galones dorados al escote de los vestidos.

A Samira la fascinaba la habilidad que Hamid tenía manejando la aguja. Entendió que iba en serio, que no jugaba con ella el día en que, al recoger una túnica para su hermana, le dijo qué pena que te vayas tan deprisa. Hermana mía, a tu vera la vida se vuelve más ligera. Todo se lo decía sin levantar la vista de sus propias manos pero en algún momento sus miradas coincidier­on y Samira sintió un estremecim­iento extraño, desconocid­o.

El amor, se decía, después de tanto tiempo esperando, esto debe ser el amor del que hablan las canciones. Las señoras mayores, al escuchar a las jovencitas hablar del amor, movían la cabeza y decían que las llevaría directas al infierno. Samira ya no era joven, pero también creía en el amor. Hamid iba en serio pero nunca pasó de decirle hermana mía mientras tenía la vista puesta en el hilo. Y ella no supo qué hacer. Las mujeres esperan, no suplican, no piden, no desean.

Se metió en el agua con el estómago encogido. Temblaba entera. La falda del vestido flotaba ligerament­e. De repente en los pies sintió el hormigueo del polvo convertido en lodo que la sostenía y arrastraba ligerament­e. Pudo observar su rostro en el agua. Un rostro turbio. No apto para el amor.

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