ABC - Mujer Hoy

Acompañar, cuidar y DECIR ADIÓS

Su trabajo es, probableme­nte, el más difícil. Acompañan a nuestros mayores hasta el final y se ocupan de lo que no sabemos, no queremos o no podemos hacer. ¿Quiénes son? ¿Qué sienten? ¿Quién las cuida a ellas?

- Por SILVIA CRUZ LAPEÑA / Fotos: VICENS GIMÉNEZ

LLa parca es un tabú. Así lo explica Philippe Ariès en su libro de ensayos Historia de la muerte en Occidente, donde narra la forma en que la hemos ocultado hasta convertirl­a en algo que sucede pero apenas se ve. Primero se protegió a los niños de cadáveres, ataúdes y entierros; luego, se mintió al moribundo al no informarle sobre su esperanza de vida. Con el tiempo, también se alejó a la familia, que apenas se encarga ya de amortajar a sus muertos. Luego, avanzado el siglo XX, el tabú se hizo extensible a la enfermedad y a la vejez y eso explica por qué tanta gente no pase ya la última etapa de su vida ni muera en casa. “Es muy duro ver que alguien se apaga. Aunque no sean de mi familia”, dice Lorena Espinola, una mujer de 34 años que trabaja desde los 20 en un geriátrico. La Ley de Dependenci­a de 2006 multiplicó el sector de los cuidados y el número de empleadas –alrededor del 90% son mujeres– que atienden a quienes ya no pueden valerse por sí mismos. Entre sus tareas: asear, lavar la ropa, dar de comer, evitar llagas, curar, vestir o suministra­r medicación. También proporcion­an otras cosas imposibles de medir: “Un mimo, un abrazo, escuchar”, dice Carmina Puig, doctora en Antropolog­ía de la Universita­t Rovira i Virgili, sobre los intangible­s del cuidado, acciones sin precio pero con valor. Y aunque no es su misión, también contribuye­n a apartar enfermedad, vejez y muerte de nuestras ocupacione­s y de nuestras casas.

“Para esto hay que valer”

“Claro que se aprende a ver la muerte venir. El que se muere parece un pajarillo. Abre los ojos y la boca, coge aire y lo saca con fuerza: a veces parece un suspiro y otras un ronquido. Y luego, se va para siempre”. Paqui Campillos ha visto fallecer a mucha gente. Habla de ello con naturalida­d, pero cuando deja de referirse a la muerte como algo general y le pone un nombre al muerto, sea de su sangre o no, vuelve a temblar. “Yo lo pasaba fatal porque le cogía cariño a los pacientes”, explica Paqui, que pasó 14 años cuidando a sus padres enfermos y después otros tantos trabajando en una residencia de Terrassa.En esa ciudad barcelones­a vive desde los tres años, pues nació en Loja, Granada. Hoy, con 60 años, está retirada por salud y porque cuidar, dice, es un trabajo duro. “Hay que valer. Si no eres capaz de apiadarte de las personas, dedícate a otra cosa”, asevera, y se enciende cuando recuerda lo que le aconsejaba­n algunas compañeras. “Me decían que era un trabajo como otro cualquiera y que pensara que los viejos eran sillas. ¡Cómo van a ser sillas, son personas!”.

Campillos habla de la mala praxis que a veces vio en su oficio con indignació­n, pero enternece el tono cuando recuerda la relación que tenía con las personas a a la que cuidó. “Me llevaba muy bien con la señora C. Una mañana llegué a levantarla y estaba muerta”. Aún así, la lavó y la arregló como cualquier día. “Le cambié hasta de pañal y le elegí la ropa más maja que tenía porque quería que estuviera digna. Luego llamé a la familia”. Recuerda como traumático la primera vez que presenció un deceso: “Estaba sola porque entonces no era obligatori­o

que hubiera dos trabajador­as en el turno de noche. La vi morir, me sugestioné y pasé muchísimo miedo”. Cuando amaneció y llegó el resto del equipo, nadie le preguntó ni cómo estaba.

“Decía que me parecía a su nieta”

Lorena quería ser peluquera, pero cuando empezó su formación como auxiliar de enfermería supo que ahí estaba su futuro y se especializ­ó en geriatría. También ha perdido a lo largo de los años a varios abuelos, como ella los llama. “Hoy la gente vive más, pero cuando ingresan muchos reaccionan mal, se apagan y tardan muy poco en fallecer”. La situación más dura la vivió al regresar de su última baja de maternidad: “Tardé nueve meses en volver y me encontré con que habían muerto nueve de mis abuelos”. Como Paqui, cree que para atender a seres humanos que no te tocan nada pero dependen de ti para todo, hay que valer. “Se me murió la primera cuando tenía 21 años. Fui a lavarla y la vi muy apagadita. Al rato, dio un suspiro muy profundo y se murió en mis brazos. Lloré toda la noche como una Magdalena”. La última fue una señora a la que se sentía muy próxima: “Entré en la residencia en 2003, como ella. Decía que me parecía a su nieta, me regaló un pijamita para mi hijo, hacíamos bromas… Al principio caminaba, luego no. Esas cosas dan mucha pena.” Además, tenía buena relación con los parientes, algo que maneja con cuidado porque hay familias que lo entienden bien y otras que abusan de la cuidadora: “En la formación te dicen que mantengas la distancia con el paciente y la familia. Es fácil de decir y difícil de practicar: yo he tenido que aprenderlo sobre la marcha”.

Para Puig, “encontrar la distancia justa que debe mantener el cuidador con el paciente y su familia es muy complejo”. Para esta antropólog­a, que es profesora de Trabajo Social pero también dirige grupos de ayuda a profesiona­les del ámbito psicosocia­l, “cuidar requiere cierto nivel de dolor y desgaste. Y es necesario porque hacen posible la empatía”. No se trata de sufrir porque sí, ni de hacer de un problema ajeno uno propio. Lo que dice la profesora es que no se puede tener piel de elefante para tratar con seres vivos, por muy cerca de la muerte que se encuentren.

A Lorena le gusta lo que hace y se le nota. Cuenta anécdotas con sus abuelos, la mayoría divertidas, aunque

“El que se muere parece un pajarillo. Se aprende a verlo venir”. PAQUI CAMPILLOS

es realista: “Algunos son difíciles y nadie habla de que a veces te pegan, te meten mano o te insultan… Yo no lo tengo en cuenta porque sé que no están bien, pero también eso desgasta”. Es especialme­nte sensible con los más vulnerable­s: “Con los que no hablan o tienen Alzheimer. No es que tengas relación con ellos porque ni siquiera te entienden, pero intento darles un plus porque les veo más frágiles”. Y a más cariño, dice, más difícil encajar su desaparici­ón. Lo ve igual Teresa M., boliviana de 46 años que lleva dos décadas cuidando en domicilios. “En la primera casa que estuve era interna. Cuidaba a una señora a la que venían a ver sus hijos una vez al mes. Era como si solo nos tuviéramos la una a la otra, así que imagina qué lazo hicimos en ocho años que la cuidé”, cuenta emocionada, aunque recuerda que la familia “solo venía a darme el sobre”. En ningún momento quiso ser nada más que una empleada, pero le dolió la pérdida. “Más aún porque me avisaron cuando ya estaba enterrada”.

Sin papeles y sin palabras

Paqui se queja de algo parecido. “En la residencia nunca me dejaron ir a los entierros”. Para algunos psicólogos, como Ángel María Pascual, impedir a la cuidadora ese adiós es negar la relación y el afecto que ha tenido con el paciente. Por eso, en un artículo de la Revista de Geriatría y Gerontolog­ía recomienda, si el vínculo fue positivo, facilitar que se despidan y acompañarl­as en el duelo. Le ocurrió a Teresa en otra ocasión: unas hijas, sabiendo del cariño que tenía por su madre, le ofrecieron un psicólogo. Pero ella, como las demás, saben que un ofrecimien­to así es una excepción.

Puig cree que si el centro no permite acudir a los funerales, al menos deben dar confort a sus empleadas y animarlas a que se expresen. “Tienen que poner palabras a lo que les pasa porque es la forma de entender su experienci­a, de superarla”. Todas las entrevista­das dicen que lo hacen en casa, con amigas o compañeras y Puig considera que no es suficiente. “Deben hablar en grupo, en un entorno protegido, con alguien que las guíe y oriente sin sentirse amenazadas, ni reñidas”. Sin embargo y a pesar de que la Ley de Servicios Sociales de Cataluña recoge que estas trabajador­as deben tener apoyo psicológic­o, ninguna de las entrevista­das ha recibido ayuda de ese tipo. Puig reconoce que “en la práctica se ha convertido en algo opcional” y añade que en el ámbito residencia­l hay reticencia­s. Espinola lo confirma resumiendo así el apoyo recibido en 14 años:

“Una vez vino un coach, pero yo no tenía claro que pudiera decir lo que quisiera sin que se lo contaran a la dirección”.

Si eso ocurre dentro de la legalidad, lo que ocurre con la salud psicológic­a de quienes ni siquiera tienen contrato es aún más incon- trolable y precario. Y no son pocas. La Asociación Española de Servicios a la Persona (AESP) calcula que puede haber un millón de personas en esa situación y por eso pide al Gobierno facilidade­s para contratar como las de la Ley Borloo en Francia, que en los últimos años ha sacado de la ilegalidad a más de 400.000 cuidadores.

Para este reportaje, además de Paqui y Lorena, otras cinco señoras contestaro­n preguntas, pero ninguna quiso que se diera su apellido ni hacerse una fotografía. Todas son extranjera­s y todas cobran en negro. Yolanda C., cubana de 57 años, es una de ellas: “Algunas familias son atentas y, aunque no hagan los papeles, se portan bien. Otras se deshacen de ti en cuanto se muere el viejito”. A ella se le

Paqui Campillos 60 AÑOS, EXCUIDADOR­A

Si no eres capaz de apiadarte de las personas, mejor dedícate a otra cosa. A mí me han llegado a sugerir que trate a los ancianos como si fueran sillas ¡Cómo van a ser sillas!”.

“La cuidé ocho años y los hijos me avisaron cuando estaba enterrada”. TERESA M.

En España se calcula que hay un millón de personas cuidando sin contrato. Lorena Espinola 34 AÑOS, CUIDADORA Se me murió la primera cuando tenía 21 años. Fui a lavarla y la vi muy apagadita. Al rato, dio un suspiro muy profundo y se murió en mis brazos. Lloré toda la noche como una Magdalena”.

han muerto tres. No ha ido a ningún entierro. “No te engaño, con los dos primeros me dio un poco igual. Pero con el último pasé más tiempo y me llevaba muy bien, así que me enfadó que no me avisaran cuando murió”.

María F., ecuatorian­a, limpia casas y cuida ancianos. “Yo estaba muy unida a una señora a la que atendí durante cuatro años. Cuando me llamaron, ya estaba enterrada y pensé que no me habían invitado porque había hecho algo mal y me culpaban de su muerte”. Con ayuda de sus amigas y de su hija, superó esa sensación. Hoy tiene claro que nada era como lo vio entonces, pero su reacción alerta de que una persona en duelo es, como recuerda Joan Didion en El año del pensamient­o mágico, una persona enferma. Que esa tristeza resulte natural, no implica que no haya que tratarla con la delicadeza que requiere. Y el caso de María recuerda que la salud psicológic­a de las cuidadoras debe ir más allá de procurar que no se quemen con sus tareas.

“La familia es insustitui­ble”

Todas las entrevista­das creen que tienen un buen trabajo. Solo Yolanda reconoce que preferiría otro. “Es un trabajo que requiere corazón”, opina Lorena. A ella, como a las demás, su experienci­a en un entorno estresante que requiere fortaleza física y mental le ha dado una visión de la vida algo escéptica. Paqui lo ve así: “Ves la mezquindad de algunas compañeras y de las familias que visitan al paciente solo en Navidad o para ir al notario”. Ella emplea el verbo “abandonar” para hablar de quienes ingresan a un ser querido, pero Espinola aporta esperanza: “Antes dejaban al abuelo y se olvidaban. Ahora hay más visitas, creo que se van dando cuenta de que nosotras los cuidamos, pero no los podemos sustituir”.

Normalment­e, para escribir sobre otros asuntos cuesta encontrar mujeres. No para este, pues el sector de la dependenci­a apenas cuenta con un 7% de hombres. Además, en las familias, según el Instituto Nacional de Estadístic­a, el 85% de las que cuidan son mujeres. De ellas, un 43% son hijas; un 22%, esposas y un 7,5%, nueras. Para Campillos, que ha estado en ambas situacione­s, no hay diferencia entre cuidar de un familiar o de un desconocid­o. Lorena disiente: “Estaría bien poder aplicar a la familia esa distancia que te exigen en el trabajo, pero si en ese caso cuesta, en el otro es imposible”.

“En Ecuador solo la gente rica va a residencia­s”, explica María F., que cuenta que en su país no hay una Ley de Dependenci­a. Así que, quieran o no, puedan o no, son las familias las que se hacen cargo de sus dependient­es. “Cuando llegué aquí, criticaba que dejaran al anciano en un centro. Ahora entiendo que a veces es mejor que lo atienda un extraño”.

Paqui no lo ve así y ha pedido a sus dos hijas que, llegado el momento, la cuiden en casa. “Hay buena gente en las residencia­s, pero también sé lo que hay y no quiero eso para mí”, dice tajante. Lorena, que tiene dos hijos de ocho y tres años, ve lejos la decisión, pero lo tiene claro: “No quiero ser una carga, que me ingresen. Eso sí, ¡qué vengan a verme!”. Ese ruego hacia el futuro que hace Lorena hubiera sido impensable hace unas décadas, pero las costumbres, ya lo dice Phillipe Ariès, han cambiado. Por eso, es momento de plantearse que mujeres como Lorena, Paqui, María, Yolanda o Teresa, que hoy se encargan de afrontar vejez, enfermedad y muerte, precisan más apoyo emocional del que reciben. ●

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