ABC - Mujer Hoy

NO LO LAMENTÉ

- PINA GRAUS

Nunca he soportado los lugares cerrados. Así que, cuando el silencio se instaló entre él y yo, decidí poner tierra de por medio y mudarme a un caserón rodeado de sol y de viento. Sola. O eso creía yo.

Al primero que apaareció calado hasta los huesos y con la mirada perdida le llamé Húmedo: con el tiempo se secó y pasó a ser mi fiel escudero.

Una mañana se presentó mi amiga del alma; su novio-amante-o lo que fuera le había planteado: “El perro o yo”. “Deberías quedarte con el perro”, susurré sin piedad. “Estará mejor contigo”, contestó ella. Y se marchó, dejándome con el desconcert­ado cachorro a mis pies. Se llamaba Mun. Las noches de Luna llena aullaba como un lobo y disfrutaba persiguien­do a las gallinas. No me quedó mas remedio que adiestrarl­o, pero recaía en sus apetencias: “Siento mucho la pérdida de su oveja, Agapito –me disculpaba sacando la cartera–. ¿En paz?”. El hombre respondía: “Mi Josefina no tenía precio. Pero teniendo en cuenta lo vieja que era, trato hecho”.

Aunque habíamos pactado no comunicarn­os de ninguna manera, me sorprendía a mí misma revisando el correo y el contestado­r. Durante el día no pensaba en nada. Las noches eran otro cantar.

Llegó el invierno y la lluvia y la nieve empapó mi estado de ánimo y los huesos de Húmedo. Pero la vida seguía, con o sin noticias de mi ex. Un día mi vecina se presentó con una cachorra blanca y peluda: “¿La quieres?”, dijo poniéndola en mis brazos. La llamé Luna. Pasó el invierno y la perra de mi vecina trajo una nueva camada, fruto de sus amoríos con Mun; me quedé dos. Cuando pensaba colgar un letrero advirtiend­o “completo”, alguien abandonó en la puerta a un collie casi ciego, con su morro alargado y fino. Le llamé Lapicero. A pesar de tropiezos ocasionale­s, se acostumbró a pasear detrás del resto.

E lperro se acostumbró a seguir el rastro de los otros y yo, a dejar de revisar el correo y los mensajes. Es más, empecé a dormir sin necesidad de ingerir dosis masivas de valeriana.

En cuanto a canes se refiere, creía haber llegado al númerus clausus hasta que me topé con su mirada. Era una bóxer atigrada, con el rabo cortado y el corazón enloquecid­o. La jaula donde la tenían encerrada se le había quedado pequeña. La dueña de la tienda, una mujer con cara de pez, me la dejó a precio de saldo. Tenía cuatro meses y un agudo estrabismo, la llamé Vizquia. Al llegar a casa, la recibieron alborozado­s.

De nuevo llegó la primavera y entonces, como surgido de otro sistema solar, apareció él. “Siete perros... ¡y uno vizco!”, murmuró atónito. Tras una visita guiada y un intercambi­o de silencios y novedades, se despidió antes de que se metiera el sol. No lo lamenté. Aliviada, me puse las botas y silbé a los perros que acudieron en alegre algarabía. Y salí corriendo con el alma tan ligera y lanuda como la de un perro. ●

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