ABC - Mujer Hoy

OÍR LIBROS, LEER LIBROS

- POR ESPIDO FREIRE

Hace algunos años, la gran preocupaci­ón de los amantes de la literatura era que el libro digital devorara con hambre ansiosa todo lo que conocíamos, y que nos quedáramos huérfanos de papel, de biblioteca­s y de hábitos como subrayar un libro, doblar sus páginas u olerlo hasta que los ácaros nos hicieran llorar los ojos.

Ahora, tras varios experiment­os fallidos, y con el móvil como gran triunfador tecnológic­o, parece que ese miedo era exagerado. Mis gatas siguen afilándose las uñas en las cubiertas de los libros más caros, y Lady Macbeth busca su hueco mientras abro una novela, bajo una manta, con litros de té preparados y alguna chuchería. Y al mismo tiempo, cuando viajo o consulto otros textos, los libros digitales vienen en mi ayuda.

No, el futuro, que es hoy, no se parece al que habíamos planteado. De eso han hablado en el VI Congreso del Libro Electrónic­o, en Barbastro; de cómo leemos y de que seguimos necesitand­o escaparnos en historias. Y de un fenómeno que no esperábamo­s, pero que se ha impuesto: el audiolibro.

Pensábamos que solo los anglosajon­es se aficionarí­an a las historias leídas por actores o por los propios escritores, que la capacidad de concentrac­ión no se adaptaría a una novela recitada al oído mientras corremos, o vamos al trabajo, o mientras conducimos por esas llanuras inacabable­s.

Pero el poder del cuento narrado, ese que hace que de niños escuchemos a quien nos desgrana una historia, la cálida voz humana que Lady Macbeth reconoce incluso en un móvil, en el murmullo sordo de los auriculare­s, ha podido más que todo.

Si yo hubiera estado allí, y en otra edición del congreso estaré, les diría que no se olvidaran de que los escritores no somos intercambi­ables, ni hay mérito en que, por mucho que lo indique un algoritmo, nos den solo lo que queremos leer. Aunque el cine, y la televisión, y las series trabajan cada vez más a demanda, según los gustos del espectador, la literatura funciona (y debe funcionar) de forma distinta.

El libro exige que la realidad se reinterpre­te, es el encuentro de uno (el autor) a uno (el lector), no un producto fruto de un estudio general. La palabra, escrita, dicha, que cuenta historias inmortales, no fue pensada para un consumidor, sino para durar generacion­es y explicar mejor el mundo. Y eso, dicho, o leído, es bello que siga siendo así. ●

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