GEOGRAFÍA DEL DOLOR
En esta emotiva novela, recreación de esa España nuestra que tan pegada llevamos a la piel mal que nos pese, Federico García Lorca está más vivo que nunca aún llevando tanto tiempo desaparecido. Será por ese lenguaje poético de puñales y de nardos que con tanta soltura maneja el autor por ser un catalán de honda raíz andaluza, o será porque, como a una gran parte de españoles, la guerra civil pilló a la mitad de su familia con los sublevados y a la otra media con los republicanos; el caso es que, desde esa esquizofrénica realidad, se escribe una biografía familiar que llega muy hondo porque se parece a la de todos.
Víctor Amela recupera los restos sentimentales de su abuelo falangista granadino y de su tío republicano catalán, cada uno en un bando de la misma guerra. Manuel Bonilla, labrador y católico de la Alpujarra, y Josep Amela, de profesión botones, que lucha en el frente del Ebro y acaba en el penal de El Puerto de Santa María. Ambos pobres, ambos honrados.
La novela arranca en 1936, en Granada, donde el abuelo analfabeto, que pasa gente en peligro de la zona roja a la rebelde, se dispone a salvar a Lorca, que lleva escondido siete días y siete noches en casa de su amigo, el falangista Luis Rosales. En capítulos ágiles y cortos, a galope de ese hablar plata y callar oro lorquiano, conoceremos las últimas horas de Federico a cuenta de los asesinos de la escuadra negra, la angustia de las familias, y el penar de dos chiquillos del Sacromonte, metáfora de la violencia que se derrama. Y luego, la Barcelona de los trabajadores en alerta, los ajustes de cuentas, las delaciones y traiciones que suben y bajan por la Rambla, la única calle que Federico deseaba que nunca se acabara.
La autoficción atrapa cuando se despoja del narcisismo y se zambulle en la vida, es lo que sucede en esta emocionante historia de derrotas. ●