ABC - Mujer Hoy

CHELSEA MANNING

Unavoz entre multitud la Heroína para unos, traidora para otros. La activista a favor de la transparen­cia y defensora de los derechos trans será una de las protagonis­tas del summit Santander WomenNOW.

- Por Ixone DÍAZ LANDALUCE Fotos: Fernando SIPPEL

Durante los siete años que permaneció en prisión, Chelsea Manning (Oklahoma, 1987) recibió más de 270.000 cartas a su nombre. “Solo seis de ellas eran negativas y por eso, las guardé. Lo demás eran cartas de apoyo llegadas de todos los rincones del mundo: me escribían norteameri­canos, japoneses, brasileños, coreanos, europeos...”, explica desde su estudio en Brooklyn, Nueva York, donde vive ahora. Para ella, la dicotomía entre heroína y traidora que los medios de comunicaci­ón norteameri­canos han construido alrededor de su figura pública no tiene traducción en la vida real. “Nadie se acerca nunca a mí para decirme nada de eso”, dice con una sonrisa. Otra narrativa popular cuando se trata de analizar su figura es la que asegura que reveló los secretos del Estado más poderoso del planeta porque no sabía cómo gestionar su propio secreto, algo que buceando en su biografía README.txt, publicada en enero en España, pero sobre todo escuchando su versión de los hechos tampoco se sostiene. La verdad es mucho más compleja que todo eso y podremos escucharla en Madrid muy pronto, en el summit internacio­nal Santander WomenNOW, el congreso sobre liderazgo femenino organizado por Vocento, que celebra su quinta edición los días 7 y 8 de junio. Diciembre de 2009. Manning tenía 22 años y llevaba tres meses destinada en Irak. Su trabajo consistía en sentarse durante horas delante de un ordenador y leer informes elaborados por las tropas estadounid­enses sobre los objetivos iraquíes. Lo que más le impactó cuando llegó al país fue la desconexió­n entre la realidad sobre el terreno y la cobertura mediática que hacía de la guerra en su país. En la víspera de Nochevieja, se descargó más de 750.000 documentos clasificad­os y cables diplomátic­os altamente sensibles, incluido un vídeo en el que un helicópter­o Apache disparaba contra civiles iraquíes y un periodista de la agencia Reuters. Los copió en DVDs etiquetado­s con los nombres de artistas como Taylor Swift, Katy Perry o Lady Gaga, y los transfirió a una tarjeta de memoria SD. “En mi cabeza iba a ser una entrega al estilo Garganta Profunda, en un garaje subterráne­o por ejemplo. Pero no salió como yo había planeado”, explica. No consiguió pasar el filtro de medios como The Washington Post o The New York Times y, en enero de 2010, terminó tomando una decisión precipitad­a y filtrando

“ADAPTARME A LA VIDA CIVIL NO HA SIDO FÁCIL. EN PRISIÓN ME SENTÍA MÁS PROTEGIDA”

“RECIBÍ 270.000 CARTAS EN PRISIÓN. TODAS MENOS SEIS ERAN DE APOYO”

Chelsea Manning

los documentos a Wikileaks desde una librería de Maryland en su último día de permiso antes de regresar a Irak. El archivo, que nombró como README.txt, iba acompañado de una nota en la que explicaba su intención de desvelar “la auténtica naturaleza de la guerra asimétrica del siglo XXI”. También aclaraba que el material no contenía informació­n que permitiera la identifica­ción de fuentes y colaborado­res del Gobierno norteameri­cano. Dedujo que antes o después le pillarían, que perdería su trabajo y que sería el fin de su carrera en inteligenc­ia. Pero estaba dispuesta a correr el riesgo. “Entendía que lo perdería todo y que volvería a la casilla de inicio. Sabía que era una decisión que alteraría mi vida, pero no esperaba ni toda la atención ni la manera agresiva en la que fui tratada por el Gobierno. Eso no lo anticipé”, explica. Tres meses después, estaba encerrada en una jaula en Kuwait. Aquel primer aislamient­o duró 59 días. Después, fue trasladada a Quantico, sede del FBI, y, en julio de 2013, un tribunal militar la sentenció a 35 años de prisión en una cárcel de máxima seguridad. Durante su estancia en prisión, donde pasó largas temporadas en régimen de aislamient­o, intentó suicidarse en dos ocasiones. Un informe de Naciones Unidas acusó al Gobierno estadounid­ense de torturarla e infringirl­e un trato degradante, cruel e inhumano. En 2017, pocos días antes de abandonar la Casa Blanca, el presidente Barack Obama anunció su indulto, alegando que la pena había sido desproporc­ionada. Todavía está obligada a guardar silencio acerca de muchos aspectos de su caso y hay detalles que aún no puede comentar, negar o afirmar.

La activista reconoce ahora que “el mayor error de percepción que existe sobre mí es pensar que yo era alguien con una gran motivación política. Era una persona muy normal: me gustaba la cultura pop, los videojuego­s, la música...”. Pero la guerra aparecía en los informativ­os de televisión cada noche. Y era de lo que se hablaba en su casa a la hora de cenar. “En 2006 y 2007, esa era la conversaci­ón nacional en Estados Unidos. Había muchos anuncios para reclutar soldados. Yo trabajaba en Starbucks para poder pagarme la universida­d, pero estaba agotado... Mi padre también influyó en la decisión. Quería que me alistara”, señala. Acabó haciéndolo con una motivación adicional. “Quizá puedo hacer que esto que me está pasando, lo que quiera que sea, se pase...”. Las dudas sobre su identidad de género, que ha comparado con un dolor de muelas que no acaba de pasarse y que sabes que va a peor si no recibes ayuda, siempre habían estado ahí. “Sabía que era diferente. Mi hermana dice que lo sabía desde que yo tenía sólo cinco o seis años. Lo que no sabía era cómo articularl­o porque no tenía acceso a ningún tipo de informació­n”, reflexiona. De hecho, terminó pensando que era gay, en un estado donde el sexo homosexual fue considerad­o una ofensa criminal hasta 2003. “Para cuando tuve 20 años y me enviaron a Irak, ya lo sabía. Pensé que lo resolvería después de pasar por el ejército”.

Pese a su complejísi­ma biografía, Manning recuerda su infancia y su adolescenc­ia como los momentos más difíciles de su vida. “No es que no fuera duro estar en aislamient­o, ir a una guerra o estar tantos años en la cárcel, pero antes de eso había sido homeless. Y aunque no tuviera miedo, no estaba emocionalm­ente preparado para aquello. Cargué con esa mochila durante mucho tiempo, pero también me ayudó a construir una gran resilienci­a”, explica. Había crecido en un hogar violento, con dos padres alcohólico­s y los constantes comentario­s de su padre acerca de su comportami­ento afeminado. Aunque era un alumno brillante, que había empezado a programar siendo solo un niño, cuando sus padres se divorciaro­n, se mudó a Gales con su madre, pero poco después decidió volver a Estados Unidos y cuando su padre le echó de casa, terminó viviendo en su coche. En 2013, anunció su transición a través de un comunicado de su abogado. Dos años después, empezó a recibir terapia hormonal en la cárcel. Pese a las estrictas normas carcelaria­s que regulaban la vestimenta o la longitud del pelo, sus compañeros empezaron a tratarla como una mujer y ella empezó a sentirse aceptada. “Ya sabes lo que dicen: si la vida te da limones, haz limonada. Esa era mi mentalidad. Llevaba tres o cuatro años en la cárcel y ya entendía lo que significab­a estar en prisión. Sabía lo que podía esperar y no tenía miedo. Así que traté de convertirl­o en una experienci­a formativa. Me certifiqué como carpintera, por ejemplo. Si tenía que estar 30 años allí, quería que fueran lo más vivibles posible y gran parte de eso dependía de mi actitud. También necesitaba tener acceso a tratamient­o médico, necesitaba sentirme más cómoda en mi piel”. Tras su excarcelac­ión en 2017, volvió a la cárcel en 2019 por negarse a testificar en un juicio contra Julian Assange. Salió en 2020. La reinserció­n no ha sido un proceso fácil para ella. “Pasé la mayor parte de mi vida institucio­nalizada, ya fuera en el colegio, en el ejército o en la cárcel. Adaptarme a la vida civil no ha sido sencillo. En prisión me sentía más protegida. No digo que fuera fácil, pero sí que me produce cierta nostalgia la estabilida­d que tenía allí. Sabía lo que me esperaba al día siguiente”, explica. Manning, que vive en Brooklyn y se mueve en la escena musical y cultural del barrio neoyorquin­o, se dedica a la consultorí­a en materia de seguridad y da charlas en universida­des de prestigio, como Brown o el MIT, sobre los desafíos del machine o la inteligenc­ia artificial. También hace sus pinitos como DJ.

“QUIERO ENCONTRAR MI LUGAR, PERO ES MÁS DIFÍCIL DE LO QUE PENSABA”

Tengo unos ingresos decentes, una familia estable que me apoya y me quiere, y un círculo social amplio. En Nueva York me siento como una mujer blanca de clase media alta”, dice para explicar que ser trans se ha convertido en algo secundario en su vida. Sin embargo, conquistar la estabilida­d sigue siendo un desafío cotidiano. “Me cuesta hacer amigos nuevos o conocer a gente sin que, de alguna manera, se sientan impresiona­dos. Intento liberarme de la monotonía de hablar siempre de lo que ocurrió hace 15 años. Quiero encontrar mi lugar, pero es más difícil de lo que pensaba. Tengo sueños, otras cosas que quiero hacer...” ¿Por ejemplo? “Estoy renunciand­o a las ambiciones más grandes y estoy en paz con eso. Estoy volviendo a las cosas simples, las que realmente me importan, como la música. También me gusta construir cosas”. Ya no es activa en redes sociales. “La gente cada vez está más aislada y ese tipo de alienación no es saludable. Yo lo noté y paré. Creo que las redes sociales están en declive. Puedo ver el día en el que Instagram se convierta en el nuevo MySpace. La gente busca conexiones reales y humanas”. Aunque es una activista clave para la comunidad trans, asume ese papel con reservas. “Trato de ser la persona que yo hubiera necesitado como referente o lo más cercano a eso que sea posible. Pero soy imperfecta. He cometido muchos errores en mi vida y ni siquiera hablo de lo que pasó cuando tenía 20 años... Aunque tengo síndrome de la impostora y muchas dudas sobre mí misma, lo intento”. No tiene un discurso corporativ­ista acerca de prácticame­nte nada, ni siquiera sobre la transparen­cia radical (ha tratado de distanciar­se todo lo posible de Julian Assange) y ha explicado que, en general, cree que se hace demasiado énfasis en las

cuestiones relativas a la identidad. Su activismo huye de las etiquetas. En 2018, se presentó al Senado por el estado de Maryland. Apenas cosechó un 6% de los votos. Esa vía, dice ahora, está agotada para ella. “No pienso volver a involucrar­me en política en un futuro próximo. No creo que el escenario electoral en Estados Unidos sea saludable. Vivimos una situación de creciente inestabili­dad. Parece que la gente se olvida de que tuvimos un golpe de Estado hace dos años. Como alguien que ha estudiado los conflictos civiles y las insurrecci­ones, sé cuáles son las señales de alarma y conozco los indicadore­s. Y son muy alarmantes”. Tras varios años volcada en diferentes causas, quiere empezar a distanciar­se de ese perfil público. Quizá escriba otro libro, aunque es un proyecto sin definir. Antes de despedirno­s, le pregunto si ha dejado de concebir su vida como una misión. “El activismo ya no es lo que me hace levantarme de la cama. He estado muy preocupada por el auge de la derecha reaccionar­ia, pero pese a los retrocesos creo que cuando se trata de los derechos trans estamos llegando a un punto en el que eso se está desacelera­ndo y, antes o después, se terminará. Soy optimista”.

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Chelsea lleva vestido y zapatos de Alberta Ferreti, y anillo de Ash Hoffnan.
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