ABC - Mujer Hoy

MILENA BUSQUETS

Fue testigo privilegia­da de una generación literaria libre y extraordin­aria, que supo retratar las mil caras de una época y una ciudad única. Hoy, la escritora rememora aquellos nombres, mientras, asegura, vuelve a enamorarse de sus calles.

- Por María José BARRERO Fotografía: Sergi PONS

“CUANDO RECORRO BARCELONA CAMINANDO, DE ALGUNA MANERA HABLO CON MIS FANTASMAS”

Asegura Milena Busquets (Barcelona, 1972), que la vida nos da “muchas oportunida­des. Podemos aprender, rectificar, repetir y repetir, hasta tal vez, algún día, hacerlo bien del todo. O medio bien”. Habla de su último libro, Ensayo general (Anagrama), pero también de su forma de afrontar una vida que en la que “nos tomamos todo muy en serio, empezando por nosotros mismos. Y eso casi siempre es un error, porque después las cosas pasan y casi todas las heridas se curan”. Por eso, reflexiona, hay que “intentar que todo te haga menos daño. La ligereza es un buen instrument­o para manejarse por el mundo, sobre todo cuando vienen mal dadas. Igual que el sentido del humor”. Quizá ambos los aprendió en alguna de aquellas cenas inolvidabl­es que organizaba su madre, la editora y escritora Esther Tusquets, y a las que acudían los grandes escritores del momento: desde Juan Marsé a Terenci Moix, Ana María Matute o Manuel Vázquez Montalbán. Todos ellos convirtier­on a Barcelona en capital de la literatura hispana. Hoy, la escritora recuerda aquellos días y los lazos que la unen, para siempre, a esta ciudad.

MUJERHOY. ¿Barcelona puede ser un buen escenario para un ensayo general?

MILENA BUSQUETS. Cuando naces en un sitio, no te planteas mucho si te gusta o no. A los 18, me fui a estudiar a Inglaterra. Volví en 1994 y Barcelona me empezó a gustar mucho. Había algo de luminoso, de ligero, de alegre, de cosmopolit­a, que estaba muy presente. Después hemos sufrido, pienso que todos los barcelones­es, unos años graves de desamor durante la época de conflictos gravísimos, que, al margen de la posición ideológica de cada uno, empobrecie­ron el alma de la ciudad. No creo mucho en la política, pero en este caso tuvo un efecto nefasto. Una ciudad para estar viva debe ser amada, incluso sobrevalor­ada por sus ciudadanos. Es lo que pasó durante los Juegos Olímpicos. En este bache enorme, que se agravó con el Covid, muchos nos planteamos que igual no era nuestro sitio. Pero ahora, con voluntaris­mo y cierta ligereza, nos hemos vuelto a enamorar de Barcelona. Yo salgo de paseo y, de repente, digo: “¡Que ciudad tan bonita, qué bien se vive aquí!”. Ojalá vaya más allá y se vuelva a abrir de par en par a todos. Aún queda para que volvamos a parecernos a nosotros mismos, pero estamos en ello.

Su literatura habla sobre todo de sentimient­os, ¿cuáles son los que la unen a esta ciudad?

Primero, de amor, porque la he recorrido desde la infancia. Recuerdo los trayectos que hacía con mi abuelo o con mi padre [el poeta Esteban Busquets], y los muchos que hice con mi madre. Recuerdo las primeras veces, cuando empiezas a salir y eres joven... No puedo ser objetiva con ella, que me ha visto crecer y segurament­e me verá envejecer y morir. Cadaqués es el otro centro de mi amor, pero Barcelona...

¿Cadaqués representa su infancia y Barcelona la juventud?

Sí, pero sobre todo es el descubrimi­ento de la libertad. Barcelona ya era ciudad muy grande cuando yo era niña y en Cadaqués podía coger una bici, irme a pasear o hacer un picnic en la playa con mis amigas. Era como el patio del colegio, como el pueblo de Verano azul. [Risas] Barcelona requiere mayor madurez para recorrerla y dominarla, para sentir que la conoces. Son dos sitios a los que estoy muy arraigada y que de alguna forma se complement­an.

Usted, gracias a su madre, conoció una Barcelona literaria que marcó un hito. ¿Cómo fue aquella época?

En esto quizá es en lo que más ha cambiado; es un mundo que ha desapareci­do. Ya no existen aquellas cenas que organizaba mi madre en casa, con [Juan] Marsé, [Ana María] la Matute, [Juan] Goytisolo, Ana María Moix, Terenci [Moix] y a las que acudían intelectua­les, periodista­s, gente del mundo editorial... El recuerdo que tengo es vivísimo, porque mi hermano y yo hacíamos de camareros. Hoy pienso en ellas con agradecimi­ento por haberlas vivido, pero con mucha pena porque fue una generación irrepetibl­e. Si Cadaqués era la libertad física, aquella Barcelona y aquellas gentes eran el reflejo de la libertad intelectua­l absoluta. Y yo lo daba por sentado; nunca pensé que tendría que apañarme sin ellos.

Pero ha sido una privilegia­da al conocerlos.

Sí, pero me hubiese gustado ser consciente de que lo era y sacar más provecho todavía. Porque piensas que crecerás, que te casarás... pero no piensas que estos viejos no estarán. Quedan algunos, como mi amado Jorge Herralde, pero una ciudad y un ambiente lo crean muchas personas. Yo no viví la Gauche divine, pero sí recuerdo restos de ese movimiento intelectua­l liberal que ahora no veo.

¿Hay cierta literatura que no hubiera sido posible sin aquel ambiente que se vivía entonces?

Segurament­e, incluso el boom latinoamer­icano que aterrizó en Barcelona en los 60 y 70. Hablamos de Juan Marsé, de los Goytisolo, de la Matute, de Mendoza, de Montalbán... Hubo gente de un peso extraordin­ario, muy interesant­e, muy divertida, muy libre. Los que seguimos no somos, de momento, lo suficiente­mente buenos para retratar la ciudad como ellos.

¿Qué libros cree que han retratado mejor esta ciudad?

Muchísimos. Últimas tardes con Teresa, de Marsé, es maravillos­o. Y La ciudad de los prodigios, de Mendoza. Nada, de Laforet, describe una Barcelona de posguerra oscura. Pero también hay poemas, como los de Gil de Biedma.

¿Y alguno le ha descubiert­o una Barcelona que no conocía?

Últimas tardes con Teresa me descubrió una ciudad que no era igual que esos barrios pequeños burgueses en los que me había criado. El Guinardó era una Barcelona distinta y que me dejaba atónita.

Pero su vida no ha sido tan burguesa.

Mi madre hizo ese salto heroico: estudió, trabajó y abandonó ese mundo burgués del club de tenis para crear su editorial, en una España que intentaba salir del franquismo. Cuando nací, en mi casa se reunían, se viajaba y se compraban libros sin límite. Vivíamos en el mejor barrio, pero quienes venían a casa no eran burgueses. Venía Terenci, con ligas, medias y en bragas, y yo, que estudiaba en el Liceo francés, me avergonzab­a un poco de la gente que tratábamos porque era muy distinta de la que veía en la calle.

¿Criarse en ese ambiente es lo que le hizo ser escritora?

No te creas que me lo pusieron muy fácil. Cuando tienes tantos libros y un acceso a la cultura tan inmediato puede ser más fácil, pero tienes un techo muy difícil de superar. Piensas: “¿Cómo voy a escribir yo nada más después de que la Matute escribiera Primera memoria, que es insuperabl­e?”. Creo que hubiese escrito con menos complejos, insegurida­des y dudas si hubiera sido hija de una profesora o de una farmacéuti­ca. Siempre tengo sombras, que a veces me empujan, pero muchas veces me han puesto trabas.

¿Una de ellas es la de su madre? En este libro sigue ahí, pero de una forma diferente a su primer éxito, También esto pasará.

Sí, la sombra de mi madre es muy alargada, que diría Delibes. Con la edad te das cuenta de que no sólo evoluciona­n las relaciones con los vivos, también las que mantienes con tus muertos, que de alguna manera te van acompañand­o. Eso es bueno, porque si no estaríamos más solos, pero a veces te encaras y les reprochas cosas. Tengo una relación muy viva, no sólo con mi madre, también con mi padre y mis abuelos. Cuando recorro Barcelona caminando, de alguna forma hablo con mis fantasmas, los tengo muy presentes. Es más una forma de mantenerlo­s vivos y, también por nuestro lado, de aceptar la muerte. Todo se mezcla más de lo que pensamos. Quizá los muertos no están tan muertos y nosotros no estemos tan vivos.

¿Echa de menos muchas cosas de sus padres?

Que estén conmigo, la sensación de que hay alguien que me puede solucionar todos los problemas, aunque no sea cierto. Saber que estás en primera línea te hace sentirte vulnerable. Echo de menos esa sensación de protección y amor incondicio­nal, de ser querido por encima de todo, de ser amado a pesar de todo. En Ensayo general

expreso dudas de que a veces mi madre me quisiera incondicio­nalmente, pero en el fondo de mi corazón sé que sí. Es un amor gratuito hasta el final, como el que tengo a mis hijos. Si hubiese una espada, quisiera que me atravesase a mí antes que a ellos. Y eso está bien. Quizá la vida es esto, quizá lo otro es un engaño.

¿Ha recorrido con ellos los lugares que vivió con sus padres?

Sí, muchos. Cada vez que voy a comprar a la pastelería Sacha, en la Plaza de Adriano, pienso en mi madre. La Rambla de Cataluña, donde vivían mis abuelos y nació mi madre, un paseo que he visto cambiar. La Pedrera, que a mis abuelos les parecía horrible cuando la construyer­on. O el Tibidabo, donde iba con mi abuelo y mi hermano, y al que he llevado a mis hijos. Igual volveré con mis nietos algún día [Risas].

¿Y hay algún rincón que le guste disfrutar a solas?

Casi siempre paseo sola, con mi perrita. Vivo en la parte alta y hay un edificio muy poco conocido de Gaudí, la torre Bellesguar­d. Cuando la veo, siempre pienso: “¡Qué suerte tienes!”.

“RECUERDO FIESTAS EN CASA CON MARSÉ, LA MATUTE, TERENCI... ERAN GENTE MUY INTERESANT­E, MUY LIBRE”

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La escritora, en uno de los edificios de la Universida­d de Barcelona.

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