Qué sabe nadie
Si nos ponemos exquisitos, podríamos citar a Aristóteles, que creo que en «De ánima» discurre sobre el origen doble de las motivaciones, o tomar una postura pedante con las teorías de la persuasión, que podría haber destilado Platón en «Gorgias», pero casi es mejor recurrir a una canción del gran Alejandro, y que canta con emocionada entrega Raphael: «Qué sabe nadie». Qué sabe nadie si las decisiones que nosotros tomamos por falta de coraje no son sino una razonable actitud en aras de la virtuosa prudencia. Qué sabe nadie si un hijo reciente en el seno de una pareja madura pesa más que las ambiciones, o cuál es la escala de valores y qué se sanciona como más importante en los recovecos de un ser humano.
Cuando tomamos una decisión que nos afecta es probable que nos equivoquemos, pero lo seguro es que ningún otro, ni siquiera la persona con la que compartimos el lecho, posea tanta información como nosotros mismos. Nadie.
Este hombre discreto, cuyas relaciones amorosas son tan privadas que a los tontos les podrían llegar a parecer clandestinas, soporta rumores y maledicencias con bastante elegancia, con ese distanciamiento que parecería británico, de no ser porque, con ser gallego, ya tiene parte del recorrido cumplimentado. Le han intentado buscar recovecos en una trayectoria que es lisa como una barandilla recién barnizada, y a la cofradía de la murmuración le puede parecer que subirse al barco de una persona con supuestas actividades oscuras ya es una astilla peligrosa y culpable, pero en la vida no saludamos, ni nos sentamos, ni navegamos con otras personas habiéndoles pedido previamente un historial llevado a cabo por detectives, amén de varios certificados de buena conducta.
Es precisamente esa trayectoria irreprochable, esa honestidad a prueba de maledicencias y ese sosiego en las relaciones y en la asunción de responsabilidades los que le convirtieron en la persona de consenso para ponerse al timón del Partido Popular. Y, si en lugar de dar un paso adelante, dio un paso hacia atrás o, simplemente, se quedó en su sitio, como antes, sin que el oleaje de alrededor perturbara su decisión, poseerá sus razones, que, desde luego, no nos las puede explicar Aristóteles.
Lo que sí me sorprendió fue su evidente emoción al anunciarla, ese quiebro que indicaba que el resultado era fruto de una marejada, donde los sentimientos se mezclaron con el raciocinio. Y eso sí que era nuevo en el personaje o, al menos, raro e insólito. Claro que una persona que es capaz de seducir a una alta ejecutiva, en el corto trayecto de un viaje de avión entre Santiago y Madrid, y convencerla de que sea madre de su hijo, no puede ser una persona excesivamente glacial. Todos poseemos sentimientos que nos arrastran, y que influyen en la toma de decisiones, pero... qué sabe nadie.