GLORIA Y ESPERANZA
El Reino Unido, esa nación que no entendemos los españoles de los eternos complejos patrióticos
ONFIESO que sentí esa mezcla de admiración por lo ajeno y de carencia propia que se suele denominar con una palabra muy fea: envidia. El relente de la noche caía sobre Londres cuando nos acogió el espacio inmenso, cálido y sonoro al mismo tiempo, del Royal Albert Hall. Es un lujo escuchar a la Royal mientras la música amanece con la luz tibia, delgada, sutil y nórdica de la suite de Grieg. O cuando se estremece esa misma música con las flores de Tchaikovsky mientras el patio de butacas se llena de bailarinas que acompasan el vals a la longitud de sus pasillos. El concierto se denomina Classical Spectacular, y es un gozo para los ojos y los oídos. Los grandes de la música clásica convertidos en un auténtico espectáculo sin esos silencios impostados ni esas rigideces tan propias del género cuando los melómanos de boquilla le dan al postureo intelectualoide. Música para vivir, para divertirse, para disfrutarla como si fuera lo que es: la vida misma.
Y en medio del concierto, para cerrar la primera parte y para rematar el final, la composición de Elgar que lleva un nombre tan hermoso como certero: Land of hope and glory. Tierra de gloria y esperanza, que al traducirlo viene mejor cambiar el orden de los sustantivos para que el ritmo de la frase se haga, también, más musical si cabe. Tierra de gloria y de esperanza es el Reino Unido, esa nación que no entendemos los españoles de los eternos complejos patrióticos. No somos capaces de cantar nuestro propio himno porque no tiene letra. Eso es algo impensable para los que se desgañitan pidiendo a Dios salud para su Reina. Sea en un partido de fútbol, en un desfile militar o en un espectáculo musical.
Al escuchar la vibrante marcha de Elgar, uno sintió la necesidad de empuñar esa banderita que nos ofrecían al entrar en el soberbio edificio donde tocan los rockeros y cantan los tenores. Pero con esto del Brexit y de Gibraltar era imposible. ¡Qué le vamos a hacer! En realidad, lo que sentimos en el alma fue que no tuviéramos nuestra banderita a mano. Sin estridencias. Sin utilizarla como arma contra nada, ni contra nadie. Como lo hacían los espectadores que la flameaban al mismo compás que los componentes del coro. Con naturalidad, mientras caían los globos rojos, blancos y azules en una apoteosis pacífica y partriótica que tenía, por qué no decirlo, ese puntito friki que impide la degeneración de la emoción en algo agresivo.
Allí se puede vestir un barítono con la bandera inglesa como chaleco del frac, o revestirse literalmente con ella. Aquí es imposible que eso suceda sin que los demagogos te censuren y te tilden de facha. O de fascista, si la cosa se pone fea. Los mismos que defienden las dictaduras sin cortarse un pelo de la melena… o de la coleta. En la nación donde se inventó la democracia moderna, el patriotismo forma parte de sus vidas, de sus símbolos, de sus domingos por la tarde en una sala de conciertos. Aquí no pasa de los balcones donde compite con el independentismo que quiere retrotraernos al pasado feudal. ¡Qué pena de gloria ausente! Y de esperanza perdida…
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