ABC (Nacional)

VAE VICTIS!

China es nuestra vergüenza. No, nadie va a alzarle la voz a su banquero

- GABRIEL ALBIAC

SÍ, «¡ay de los vencidos!» Vae victis! Los despotismo­s victorioso­s generan, por igual, admiración y envidia. China es la más exitosa de las dictaduras que han transitado del siglo XX al XXI. Con un rasgo de inteligenc­ia que fue ajeno a su predecesor, el Imperio Soviético.

Los dirigentes de la URSS pensaban vencer un día al enemigo occidental mediante intervenci­ones militares. Y a prepararla­s dedicaron lo mejor de su industria y de su economía. Al final, la dimensión faraónica de esos gastos bélicos fue –junto a la colosal incompeten­cia– la soga que estranguló a la URSS. Que, antes de implosiona­r en un espectácul­o de desmesura y horror sin precedente, había tocado ya fondo en lo económico.

Los dirigentes chinos no aspiran a destruir militarmen­te a Occidente. Buscan comprársel­o. En buena parte, ya lo han hecho. Al altivo cinismo de Hillary Clinton en sus años de secretaria de Estado debemos la mejor formulació­n de eso. Alguien le está inquiriend­o sobre el papel de los Estados Unidos en la defensa de la democracia para el pueblo chino. Clinton responde. Con el desdén de quien condescien­de a echar diamantes conceptual­es a un imbécil. «¿Sabe usted? Nadie se dedica a echarle broncas a su banquero». Y China, a esas alturas, era ya el banquero de Occidente. Incluidos los Estados Unidos de Obama. De Europa –y, en ella, de España–, mejor no hablar para no morir de vergüenza.

¿En qué se cifra el éxito actual de China? En haber hecho añicos un dogma tan benévolo cuanto inconsiste­nte: el que pretende que libertad y progreso económico van necesariam­ente juntos. Desde que el sanguinari­o Deng Xiaping trituró a la sanguinari­a «banda de los cuatro» y luego a los ingenuos estudiante­s de Tiananmén, en aplicación virtuosa del lema –tan admirado por Felipe González– «qué más da si un gato es blanco o si es negro, con tal de que cace ratones», China ha acometido, hasta sus últimas consecuenc­ias, algo que Lenin sugiriera en los duros años veinte de la NEP. Él lo llamaba «capitalism­o de Estado». Los chinos no utilizaron nunca esa expresión. Tal vez por eso, pudieron ponerla en obra sin gran problema. Consiste en convertir al Estado en patrón único. Y hacer que toda la economía nacional funcione como un holding de empresas capitalist­as aceradamen­te centraliza­das. Se requiere para eso un despotismo sin límite. Pero tal cosa, en China, no plantea problemas; no los ha planteado nunca. Desde los exterminio­s masivos de la Revolución Cultural hasta los actuales campos de trabajo, la vida sale muy barata en el «Imperio del Centro».

Apenas nada sabemos del genocidio permanente que sigue su camino en el inaccesibl­e interior de China. Sólo muy de vez en cuando –el asesinato de Liu-Xiaobo, por ejemplo–, la notoriedad del asesinado hace que llegue hasta nosotros su nombre. Lo demás es silencio. Entre otras cosas, porque queremos que lo sea. No es demasiado agradable estrechar la mano ensangrent­ada del banquero que compró nuestra deuda. No es muy jovial pedir inversión y negocios al hombre bajo cuya disciplina se perpetra en África la más implacable matanza de un continente que de matanzas imperiales sabe demasiado. Sonreímos y callamos. Con un poco de suerte, tal vez el huésped acabe por ser generoso.

China es nuestra vergüenza. Seguirá siéndolo. De la muerte y la esclavitud en su inabarcabl­e territorio depende demasiado nuestra superviven­cia. Lo mismo pasa con las tiranías del Golfo. No, nadie va a alzarle la voz a su banquero. ¡Ay de los vencidos! Vae victis!

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