ESTADO DE GRACIA
En el mundo de la posverdad y los populismos, necesitamos volver a Simone Weil
CUENTA Simone de Beauvoir que, intrigada por su fama y su inteligencia, había albergado algún recelo sobre Simone Weil, pero que éste desapareció cuando en una ocasión la oyó llorar desconsoladamente sobre una hambruna en China. En ese momento, la admiró por la intensidad de sus sentimientos.
Albert Camus también la elogió como uno de los mayores talentos filosóficos del siglo XX y tenía razón. Murió en Inglaterra cuando acababa de cumplir 34 años. Pocas personas han dejado un rastro tan luminoso como esta mujer de origen judío, obsesionada con reivindicar la dignidad del ser humano y luchar contra la injusticia.
Cuando tenía 25 años abandonó su carrera docente para trabajar como obrera de Renault. Luego vino a España para luchar en la Columna Durruti contra el fascismo y finalmente recaló en Londres para sostener la llama de la resistencia junto a De Gaulle.
Simone Weil ha sido considerada como una mística cristiana porque, aunque se negó a bautizarse por escrúpulos de conciencia, pocos han defendido con tanto vigor y profundidad el espíritu de pobreza y amor de Jesucristo.
Fue ella quien escribió que suplicar a Dios es intentar grabar los valores divinos en el alma. Y también que sólo en la renuncia y en el desapego podemos comprender la grandeza del Ser Supremo y alcanzar un estado de gracia.
El apego a lo material es fabricante de ilusiones y, por ello, quien quiera tomar conciencia de lo real –señaló– debe sentir ese desapego del que también hablaba san Juan de la Cruz como expresión de su abandono a la voluntad divina.
En última instancia, Simone Weil buscaba la instauración del reino de Dios en la tierra y, por ello, creía que la tarea más urgente de la política era acabar con la pobreza y dignificar las condiciones de vida de los trabajadores. Para ella, la justicia estaba por encima de la verdad o, mejor dicho, creía que sólo podía existir la verdad en un mundo que afirmase la justicia.
Profundamente antiestalinista, nunca se adscribió a un partido ni a ninguna ideología porque abominaba de cualquier identidad. Al leerla, parece evidente que jamás logró resolver la contradicción entre sus orígenes judíos y su fe cristiana. «Yo también soy distinta de lo que imagino ser. Saberlo es el perdón», escribió.
En el mundo de la posverdad y los populismos, necesitamos volver a Simone Weil, cuya coherencia llegó al extremo de dejar de comer como un sacrificio en tiempos de guerra, lo que probablemente le llevó a su muerte prematura por tuberculosis. Todo en esta mujer era excesivo y, a la vez transparente.
Fue un ser profundamente humano y contradictorio, amaba y despreciaba la vida, era alguien que no podemos clasificar y que nos deslumbra por la belleza de su prosa. Nunca se preocupó de publicar nada y tuvieron que ser amigos como Camus los que editaran su obra al fallecer. Ahí está y para siempre Simone Weil, cuya luz sigue iluminando el camino.