ORDEN Y CABEZA
La vía autoritaria de China es la mayor amenaza de la democracia occidental
N marzo, el presidente Xi Jinping, de 65 años, se convirtió en dictador vitalicio de China. La Asamblea Nacional Popular derribó el tope máximo de dos mandatos, con 2.957 delegados que votaron a favor, tres valientes que se abstuvieron y dos pirados sin miedo a nada que osaron votar en contra. Xi, en el poder desde 2013, continuará mientras quiera. Podía ser peor para el mundo. Dentro del club de los autócratas ha resultado templado y de mejor fibra –por ahora– que un Putin o un Maduro. Es un hombre reposado de rostro impávido, que como mucho se permite media sonrisa. Padeció las brutalidades de la Revolución Cultural de Mao, que destrozó a su familia: su padre, un jerarca del partido, fue purgado; una de sus hermanas murió en las represalias y el propio adolescente Xi, un principito pequinés de la crema del partido, acabó en el rural por un tiempo, fuera de la escuela y removiendo estiércol. Aquellos rigores tal vez moderaron su carácter. Se da la curiosidad además de que Xi conoce de primera mano a su adversario. Tras estudiar ingeniería química (y Teoría Marxista), en 1985 vivió dos meses con una familia de Iowa, con la que se encariñó y a la que ha vuelto a visitar. Pero su reverso siniestro también está ahí. Ha autorizado campos de concentración para la minoría musulmana de los uigures y auspicia un programa orwelliano de control de los chinos vía internet.
Con motivo de la visita de Xi a España conversamos con periodistas de su séquito, siempre amables y educados, aunque algunos con trazas de comisarios políticos. Ante la pregunta de si echaban de menos ser libres, su respuesta resultó reveladora: «Todos los países queremos democracia y libertad, lo que pasa es que cada uno la buscamos a nuestra manera, según nuestra historia y características. Nuestra prioridad es crecer, porque tenemos 40 millones de pobres, tanta gente como hay en España. Para lograrlo es fundamental la estabilidad. Si perdemos el orden perdemos la cabeza».
La frase tiene miga. En su mentalidad, la libertad genera desorden e impide el desarrollo. Por desgracia, tal punto de vista comienza a erosionar las democracias occidentales, donde cada vez más gente sucumbe a la idea de que sus países funcionarían mejor con líderes fuertes y sin cortapisas. Además, aquel que por su cargo debería ser el valedor de la democracia ilustrada, el presidente de EE.UU., abomina en alto del sistema de contrapoderes y libertades y llega a ensalzar a Putin o Erdongan. El camino chino puede parecer muy acertado y exitoso. Pero no funcionará a largo plazo si no se abren, porque la creatividad, el motor del avance, nace de la heterodoxia y esta germina especialmente en espacios de libertad. China plagia mucho, pero crea poco. Es revelador que las empresas que hoy dominan el planeta las pusieron en órbita frikis un poco marginales: Bill Gates y Paul Allen trasteando en su garaje (Microsoft), el iconoclasta Jobs (Apple), Larry Page y Sergey Brin con un proyectito en Stanford (Google) y Zuckenberg, un inadaptado que no encajaba en Harvard (Facebook). China impone. Pero como decía el viejo Schumpeter, no se avanza sin un revolcón de destrucción creativa de cuando en vez.
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