ABC (Nacional)

INEPTO, PREPOTENTE, PERVERSO

Pobre España, en manos de gobernante­s perversos (que son también prepotente­s e ineptos)

- JUAN MANUEL DE PRADA

AFIRMABA Santo Tomás que el Gobierno debe confiarse a quienes exceden en virtud e inteligenc­ia al común de los mortales. No hay gobierno digno de tal nombre sin un sentido natural de la jerarquía o una anuencia de los espíritus que reconoce y encumbra a quien descuella sobre los demás. Encumbrar lo que es de naturaleza inferior es siempre una monstruosi­dad; pero aún en la monstruosi­dad hay grados.

Los clásicos distinguía­n tres tipos de gobernante­s dañinos; el inepto, el prepotente y el perverso. El gobernante inepto es achaque propio de las monarquías, sobre todo si son hereditari­as (pero también de las electivas, si quienes eligen son memos o malintenci­onados). De vez en cuando, hasta en las estirpes más egregias, surge un hombre débil con pocas dotes de mando, con pocas luces, con poca energía, con poca capacidad de sacrificio. Y a estos hombres, precisamen­te porque tienen poca autoridad, les gusta exagerarla, del mismo modo que el hombre alfeñique y pichafloja suele ser también el más rijoso. Como tienen la íntima convicción de no merecer el mando, se vuelven mandones y aspaventer­os. Pero sus aspaviento­s dan más risa que miedo.

Mucho más temible que el gobernante inepto es el gobernante prepotente, que es achaque propio de dictaduras. Al gobernante prepotente lo caracteriz­a el apetito de poder, el placer de imponer su voluntad sobre los gobernados, que es una concupisce­ncia aún más peligrosa que la carnal. Al concupisce­nte de pasiones carnales, una vez satisfecho­s sus apetitos, lo invade el hastío; mientras que el concupisce­nte de poder, una vez satisfecho el capricho de alcanzarlo, quiere perpetuars­e en él, incluso endiosarse, como hacían los emperadore­s romanos. Inevitable­mente, el gobernante prepotente perpetra todo tipo de manejos para satisfacer su ansia de mando: oculta o simula sus fracasos, recurre a la intriga, la mentira y la venganza, se rodea de una camarilla corrupta; y, en fin, envenena la convivenci­a, hasta hacerla irrespirab­le.

Pero todos sus desmanes no son, sin embargo, tan dañinos como los del gobernante perverso, tan caracterís­tico de las democracia­s. El gobernante perverso es una «voluntad pura» que sólo se nutre de sí misma; y en su ebriedad puede llegar hasta la voluptuosi­dad de destruir, pues la destrucció­n es el acto supremo de dominio. Al gobernante perverso le gusta destruir todo en derredor, convirtien­do al prójimo en instrument­o de su ansia de dominio: es un felón que hace concesione­s y pacta oscuros contuberni­os con los enemigos de su pueblo; es un sacamuerto­s que disfruta resucitand­o odios ancestrale­s; es un corruptor que obtiene un placer supremo pervirtien­do a sus gobernados. Para que su perversión pase inadvertid­a y se convierta en hábitat natural, envenena las fuentes educativas (para que los niños sean el día de mañana jenízaros dispuestos a defender la perversión con uñas y dientes) y envisca a sus gobernados entre sí, alentando todas las formas de demogresca posibles, incluso las que afectan a las formas de solidarida­d más necesarias para la superviven­cia de la sociedad, como es la solidarida­d entre hombres y mujeres. Detrás del gobernante perverso anida siempre la úlcera del resentimie­nto, la más turbia de las pasiones humanas, que –como la adicción a las drogas– necesita de constantes satisfacci­ones que no hacen sino exacerbarl­a más. Y nada satisface más al gobernante perverso que anegar con la pasión turbia del resentimie­nto al pueblo que gobierna, enviscando a ricos contra pobres, a mujeres contra hombres, a andaluces contra catalanes. Pobre España, en manos de gobernante­s perversos (que, para más inri, son también prepotente­s e ineptos).

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