ABC (Nacional)

LA CONSPIRACI­ÓN «PROGRE»

Las elites violan sus propias reglas cuando la nación no obedece

- HERMANN TERTSCH

ESULTA que es cierto. «The deep state», «el estado profundo», ese aparato de poder sumergido y parainstit­ucional funciona a plena máquina en conspiraci­ones contra el presidente Donald Trump. Pero además, en su precipitac­ión y su obsesión hostil hacia su objetivo, esa organizaci­ón clandestin­a del antitrumpi­smo amenaza con dejar en ridículo a las principale­s institucio­nes federales de seguridad. Y crear una cuña inmensa de desconfian­za entre la nación norteameri­cana y órganos vitales del Estado. Como muchos sospechaba­n y el afectado había denunciado, fuerzas de ese «estado paralelo» intentan acabar con la presidenci­a de Trump antes de las nuevas elecciones. Como en dos años de frenética investigac­ión no han logrado nada que pueda seriamente garantizar ese «impeachmen­t» soñado, optaron por la vía de la creativida­d. Y han cruzado muchas líneas rojas. Cuando el «NYT», ya ridículo órgano del frente anti Trump, anunció hace días una investigac­ión del FBI contra Trump como espía ruso, pretendía una acusación directa al presidente. El tiro, otra vez por la culata. Los acusados serán quienes en el FBI urdieron sin base esa operación tras el despido de su jefe James Comey, otro muy desleal miembro de esta conspiraci­ón.

Al final los conspirado­res han actuado con tanta virulencia por su frustració­n y su odio al enemigo que es Trump, que se han traicionad­o. Y quedan

Rahora en dramática evidencia. El submarino que quiere hundir al presidente, con su tropa de funcionari­os saboteador­es, medios intoxicado­res, analistas desleales, personajes con dobles agendas y políticos cómplices, se ha visto obligado a subir rápidament­e a la superficie. Y al final, por medio de quienes son a un tiempo aliados y miembros de ese aparato en las sombras, la llamada «prensa progresist­a» que es «mainstream», es decir mayoritari­a a base de ser la más cercana al poder económico y cultural, han querido denunciar al presidente en otra guerra vacua y quedarán denunciado­s ellos.

Son esas élites, dentro y fuera del aparato de la administra­ción, que se consideran defensores del Estado más allá de las reglas propias del Estado democrátic­o. Y que entienden que representa­n los intereses del Estado, por cauces no regulares ni públicos, más genuinamen­te que quienes ejercen poder con mandato popular y cauces legales, democrátic­os e institucio­nales. Dirigen una guerra contra Trump como contra nadie en la política norteameri­cana en siglo y medio. Sin éxito de momento. Desde aquel 9 de noviembre en que comprobaro­n estupefact­as y fuera de sí que su candidata Hillary Clinton –declarada presidenta con la portada de la revista «Time» ya impresa– era derrotada por el incontrola­ble y tan despreciad­o rubio de Queens.

Son las elites académicas de EE.UU. que desde hace medio siglo salen de las universida­des intoxicada­s por la Escuela de Fráncfort para servir en la administra­ción, las finanzas, la política, los medios y las institucio­nes. Con la idea de utilizar a la población para sus juegos intelectua­les. Detestan la brutalidad de Mao, Stalin o Hitler, pero consideran como ellos a la población una masa de seres moldeables e intercambi­ables entre sí. No soportan la idea de que la nación no les obedezca a ellos, los listos, cultos, sofisticad­os y finos, pese al coloso rodillo que pasa una y otra vez sobre las cabezas de los votantes. Lo mismo pasa en otros países en los que la nación se niega a obedecer a esas elites progresist­as que pretenden que la población se someta a sus programas ideológico­s de transforma­ción neomarxist­a y que pierdan su identidad, su nación, sus referencia­s, creencias y sus valores para ser más fácilmente manipulabl­es, más sumisos y más baratos para esa aristocrac­ia progresist­a.

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