VACUNAS, PRIVILEGIOS Y SOLIDARIDAD
En caso de que la vacuna falle, Sánchez ya se ha preocupado de brindar al pueblo una muerte súbita e indolora
LAS élites extractivas se han cuidado mucho de evitar la vacunación en las primeras fases, para utilizar al desprevenido pueblo (o a la porción más desvalida del mismo) como conejillo de Indias. Y, como saben que ese pueblo ha renunciado a la nefasta manía de pensar, pueden además presumir de administrar las vacunas conforme a un «orden de solidaridad», y no conforme a un «orden de privilegios». Así lo ha proclamado con olímpica desfachatez el doctor Sánchez, un tipo que desde que se encaramó en el poder disfruta a troche y moche de todos los privilegios, desde pagar a sus amigotes las vacaciones a cargo del erario público hasta enchufar a Begoñísima, que en menos de horas veinticuatro ha pasado de la sauna al anfiteatro (universitario).
Pero el doctor Sánchez sabe que habla para un pueblo al que la pérdida del sentido religioso y jerárquico ha convertido en un manojo de bajas pasiones igualitarias –con la envidia y el resentimiento al frente– de las que se enseñorea el miedo a la muerte (siempre que no sea súbita e indolora, que es la única que teme el hombre religioso). Y a un pueblo así puedes mearle tranquilamente en la jeta, haciéndole creer que administras la vacuna conforme a un «orden de solidaridad», mientras disfrutas de los privilegios más desaforados, sabiendo que comulgará con unción las demagogias más burdas. Además, en caso de que la vacuna falle, el doctor Sánchez ya se ha preocupado de brindar al pueblo, a través de la eutanasia, una muerte súbita e indolora.
En una auténtica comunidad política (donde todavía no se hubiese extraviado el sentido religioso y jerárquico, donde no reinasen las bajas pasiones ni se enseñorease el miedo a la muerte) el «orden de solidaridad» impondría naturalmente que los gobernantes se vacunasen antes que el común del pueblo. Pero en una auténtica comunidad política, el gobernante está dispuesto a dar la vida por sus gobernados, en todos los órdenes y todos los frentes, mientras que en un régimen degenerado como el que padecemos los políticos se escaquean de todos los peligros (lo mismo del contagio que de la vacuna), protegidos por una muralla de escoltas y asesores; y así, excitando la envidia igualitaria, pueden ponerse tranquilamente a la cola de la vacuna, mientras disfrutan de sus privilegios, y dejar que el pueblo muerto de miedo actúe como conejillo de Indias y brame rabioso cada vez que un alguacilillo o militarote se salta la cola.
En una auténtica comunidad política, cada vez que un alguacilillo o militarote se saltase por miedo la cola de la vacuna, sería contemplado con piedad por el pueblo, que rezaría por él, para que recuperase la confianza en el Único que puede brindarla. Pero en una sociedad de ratas despavoridas, al que se cuela le aguardan las bajas pasiones igualitarias del pueblo, que en su reacción pánica sólo descubrirá ansia de privilegios. Y que bramará de placer cuando los demagogos que disfrutan opíparamente de todos los privilegios lo destituyen con escarnio público.