«¡Qué bueno que volviste, Andrés!»
·Un soberbio Roca Rey reaparece como se fue: de número uno. El peruano corta una oreja al toro de su regreso y pierde un triunfo grande con la espada
Abrasaba la arena bajo la verticalidad atalonada de Roca desde el paseíllo. Nada más hacer la señal de la cruz y alzar la mirada, se adivinó el rostro de un hombre que sabe lo que quiere y que no lo oculta: ser el Rey. Ceremonioso como un Cristo en procesión, recorrió la plaza de Los Califas desde el túnel de los mortales hasta el ruedo de la mitología. De pizarra y oro, con la montera calada, hasta que se dejó la melena al descubierto cuando sonaron las notas del Himno Nacional. La mano, en el pecho; el público, en pie. En un tendido alto un joven se envolvía la bandera española con el tatuaje de Andrés Roca Rey. En letras grandes. Como mayúsculo fue no solo su toreo, sino ese modo de estar (y ser) frente al toro. El peruano volvía como se fue: de número uno. Y al reclamo de su reaparición se colgó el cartel de ‘No hay billetes’.
Rivalidad con Aguado
Se hizo el silencio cuando apareció ‘Candelito’. Al mínimo murmuro, el de al lado mandaba callar. Roca Rey se plantó con el capote ante un animal que enseñaba las puntas y de embestida nada clara. Sin lucimiento posible para el limeño, Pablo Aguado vio la ocasión perfecta para esculpir un quite de dos verónicas y media con sabor. Roca le observaba con el cuchillo entre los dientes, con cara de pocos amigos –¡rivalidad, qué hermosa eres!– y, tras un paréntesis, se ciñó por chicuelinas y tafalleras. Toda su soberbia impregnó la escena al salir de la cara del toro, desafiante, crecido. Escarbaba el de Cuvillo y se dolía en banderillas. Parsimonioso, el matador se dirigió a los medios y, clavado como una estatua, brindó al público. Atornillada la planta, prologó luego por alto. Poco le importó el hilo que había hecho, aunque su dominio total mejoraría su condición hasta hacer ver al toro ‘bueno’. Qué importante es el mando, ante el toro primero, y, luego, en los despachos... Con la mano de la cuchara lo enredó en redondo con la firmeza de siempre. La muleta adelantadísima a izquierdas, con la bamba barriendo el albero, y un afarolado de remate. Un ayudado por alto y una espaldina dieron paso a otra serie de arrogancia a babor. No hubo toda la limpieza que demandan los ‘mister fairy’, pero Roca no es torero de metro y medio entre su bragueta y su rival. Entre los pitones acabó, con guiños ‘amanoletados’ y los ojos apuntando al tendido sin que la mente privilegiada de 24 primaveras perdiese de vista a ‘Candelito’. Cuando rodó, se desató la locura blanca como una Copa en la Cibeles, pero el presidente se debió de aferrar a ese punto que se cayó el acero y solo concedió una oreja entre la pitada de los que pagan.
Inconfundible sello
Humilló de salida el quinto, aunque enseguida se atisbó que no le sobraba la vitamina de la fuerza. Los tendidos se imantaron a las verónicas y chicuelinas del jaguar del Perú, pero más aún cuando, tras no pocos capotazos, se quedó solo con la tela fucsia a la espalda. Los pitones afeitaban las espinillas en las gaoneras. Un ‘¡ay!’ tras otro y el corazón encogido. En la memoria: recuerdos ‘tomistas’. Pero era Roca Rey el que había vuelto, con su inconfundible sello. Todo aquel entusiasmo se desinfló cuando el cuvillo se estrelló contra un burladero y quedó descoordinado. Pese a estar el tercio cambiado, asomó el pañuelo verde. Más se tardó en devolverlo a chiqueros que en descubrir América. Las nueve y veinte en todos los relojes... Imposible. Al final, tuvo que ser apuntillado.
De Parladé fue el sobrero, con el que, tras un buen tercio de banderillas, Roca se hundió por ayudados en el inicio. Y ahondó más en sus raíces con la profundidad que dan las series de muleta a rastras. En el palmo en que se baila un chotis, enseñó al notable toro, con movilidad, los caminos al natural. Hubo un redondo inverso al ralentí, con el colofón de un desdén y el de pecho mirando a las gradas. Llegaron los ochos sobre la derecha y, cuando se marchó a por la espada, el grito de un aficionado: «Qué bueno que volviste, Andrés!» Pero la figura quería más: unas bernadinas finales cortaron la respiración. Bárba
CARTEL DE HOY Toros de Juan Pedro Domecq para Finito de Córdoba y Morante de la Puebla, mano a mano
ras y de valor descomunal. E inoportuno el aviso antes de perfilarse para matar, pero pinchó un triunfo grande...
Al torero que le ganó la partida un mayo maestrante, Pablo Aguado, se le vio con más decisión que en Vistalegre, pero sin partir la pana. Eso sí, hubo verónicas, con el aroma del Guadalquivir, de goce para los sentidos. Con un río de torería, sacó de las tablas al tercero. Espoleado por esa competencia nacida en las fraguas de Triana, dibujó naturales angelicales con un nobilísimo cuvillo, que este sí era claro. Pero la gente continuaba extasiada tras la apisonadora peruana y no terminó de entrar del todo en materia. Como no entró el artista.
El don de su naturalidad fluyó desde el comienzo de obra al sexto, con algunas perlas, como un cambio de mano –menudo fue–, que se perdían en medio de cierta ligereza, sin meterse del todo con el estupendo toro de Cuvillo. Más que traerlo, lo dejaba pasar. Eso sí, con delicias esparcidas.
Tres horas y pico antes, había abierto plaza Diego Ventura, que dio una exhibición de toreo ecuestre y dejó quiebros inverosímiles a lomos de ‘Lío’. Todo corazón caballo y caballero con uno de los Espartales a menos. Suya fue la primera oreja. Y otra más arrancó al cuarto.
A las diez y cuarto, los aficionados abandonaban la plaza hablando del torero del Perú. Roca sigue siendo el Rey.