Fiscal militar de Pinochet
General Fernando Torres Silva (1939-2021) Provocó la indignación de los defensores de los derechos humanos por la brutalidad de los métodos que utilizaba
El 7 de septiembre de 1986, mientras volvía a Santiago de Chile tras haber pasado el fin de semana en su residencia campestre del El Melocotón, el general Augusto Pinochet, a la sazón presidente de Chile, salió ileso, junto a uno de sus nietos, de un intento de magnicidio perpetrado por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (Fpmr), de inspiración marxista-leninista. Sí que fallecieron cinco escoltas del mandatario, sufriendo heridas otros once. El episodio causó una fuerte conmoción en Chile, por lo que las consecuencias no se hicieron esperar: el régimen, que había empezado a mostrar ciertos signos de liberalización, endureció su postura y desencadenó una ola represiva que alcanzó a opositores moderados como el futuro presidente (socialista) Ricardo Lagos. La otra vertiente del endurecimiento consistió en encargar la investigación oficial a la justicia militar, siendo designado para la tarea el fiscal militar Fernando Torres Silva, de probada fidelidad al régimen.
El fiscal era consciente de que el respeto aparente a las reglas procesales era solo una coartada y que gozaba de patente de corso para extralimitarse. En el caso del magnicidio, aprovechó para extender su jurisdicción a todas las causas que afectaban al Fpmr, desde el asalto a una panadería hasta el secuestro de un coronel, pasando por el intento de la organización terrorista de introducir armas de forma clandestina en el país. Más allá de esta extralimitación de funciones, Torres Silva suscitó la indignación de los defensores de los derechos humanos por la brutalidad de los métodos que utilizaba, como el abuso de incomunicaciones prolongadas, o su pasividad ante las torturas que practicaban sobre los detenidos para acelerar sus confesiones. Fueron, sin embargo, dos los casos por los que terminó siendo condenado: el primero, por un delito de encubrimiento en el secuestro y posterior asesinato –ambos hechos acaecieron en el mismo día– del sindicalista Tucapel Jiménez; el segundo fue por su participación en el homicidio del exagente de la Dirección de Inteligencia Nacional, Eugenio Berríos.
Este último, químico de formación, estuvo a cargo durante años de la producción del gas sarín que debía servir a la eliminación de disidentes. Y también poseía información sensible sobre el asesinato de Orlando Letelier, exministro de Salvador Allende. De ahí que en 1991, ya en democracia, Torres Silva, que seguía desempeñando el cargo de auditor general del Ejército, fuera uno de los organizadores de su huida a Uruguay, donde al año siguiente desapareció. En 1995 fueron hallados sus restos. En 1999, Torres Silva, ante una presión política y judicial cada vez más agobiante, dimitió. Procesado, recibió en 2015 una condena de diez años y un día de cárcel.