EL MITO DE LA RUBIA PLATINO
Un mayordomo encontró muerto a Paul Bern en su casa de Beverly Hills en la mañana del 5 de septiembre de 1932. Su cadáver se hallaba tendido sobre una alfombra con una gran mancha de sangre. Estaba desnudo, al lado de un espejo. Tenía una pistola cerca de la mano y una bala había perforado su sien.
Paul Bern era un alto ejecutivo de la Metro Goldwyn Mayer, ayudante de Irving Thalberg. Tenía 42 años y se había casado dos meses antes con Jean Harlow, la rubia platino a la que había ayudado a convertirse en una gran estrella de Hollywood. Era un hombre bajo, desgarbado, de nulo atractivo físico y tenía 22 años más que su esposa. «No me importa su cuerpo, estoy enamorada de su mente», había confesado Jean.
El veredicto del forense fue muy claro: suicidio. Junto al cadáver se encontró una nota de Paul en la que pedía perdón a Jean y afirmaba que la seguía queriendo. «Queridísima: este es el único medio de recompensarte por todo lo malo que te he hecho y para limpiar mi humillación», decía en su despedida. Habían tenido una fuerte discusión esa noche y ella había abandonado la mansión. La nota de Bern fue interpretada como una confesión de impotencia.
La noticia ocupó todas las primeras planas de los periódicos del país porque Jean Harlow era el mito sexual de la época tras saltar a la fama por su papel en ‘Los ángeles del infierno’, producida y dirigida por Howard Hughes en 1930. Hughes la hizo un contrato por cinco años, pero Paul Bern convenció a la Metro para ficharla a cambio de 30.000 dólares, una cifra astronómica.
Todos los periódicos dieron por buena la versión de la Policía de Los Angeles. Pero el asunto no estaba nada claro porque, al encontrarse el cuerpo de Bern, el mayordomo llamó a Louis B. Mayer, el jefe de la Metro, que mandó a hombres de su confianza al lugar donde se hallaba el cadáver. Allí estuvieron casi tres horas hasta que se decidieron a avisar a una comisaría cercana.
En 1960, casi tres décadas de su muerte, la revista ‘Play Boy’ publicó un reportaje en el que se ponía en duda la versión del suicidio. La publicación afirmaba que en realidad Bern había sido asesinado por Dorothy Millette, que seguía siendo su esposa legalmente. Mayer y sus colaboradores habrían arreglado la escena del crimen para fingir un suicidio con la finalidad de ocultar que Jean estaba casada con un bígamo. La investigación fue reabierta y cerrada por falta de pruebas.
Lo que la Policía supo días después de la muerte de Bern es que Millette se había alojado el 5 de septiembre de 1932 en un hotel de San Francisco. Había testigos que declararon haberla visto con el productor el día anterior a su muerte. Tras dejar el hotel, Millette se subió a un barco fluvial y se tiró dos días después por la borda en el río Sacramento. Su suicidio dejó abiertas todas las incógnitas.
Jean Harlow no sabía nada del matrimonio de Bern con esta mujer. Dorothy y Paul se habían conocido en Toronto, donde eran actores. Y se habían casado en Nueva York, donde vivieron hasta que Bern decidió trasladarse a Los Ángeles. Seguía pagando una mensualidad a su esposa, que tenía serios problemas mentales y había estado internada. Un agente de seguros llamado George Clarken testificó que Bern había hecho testamento en favor de Millette y que había creado un fondo fiduciario para asegurar su futuro. Pero la Policía de Los Ángeles, cuyo jefe era amigo de Mayer, ignoró estos hechos y afirmó que Bern se había suicidado por una depresión. Era la versión más conveniente para proteger a su estrella.
Fuera homicidio o suicidio, los dos meses de convivencia entre Paul Bern y Jean Harlow fueron un desastre. Se rumoreaba que él era impotente e incluso que era homosexual. Las broncas eran continuas y el matrimonio se había ido a pique a los pocos días. Edward Bernays, jefe de prensa de la Metro, aseguró que Bern «estaba tan enamorado de su madre que cualquier relación con otra mujer era una traición».
La carrera de Jean Harlow no sólo no se vio afectada por la tragedia de su marido, sino que además aumentó su popularidad. Rodó una docena de películas hasta su prematura muerte en 1937 por una afección renal. Millones de mujeres en Estados Unidos se tiñeron el pelo para imitar el color del cabello de la actriz, que utilizaba cloro para lograr el efecto platino. Solía vestir un ajustado traje de satén blanco y se rumoreaba que jamás llevaba ropa interior, idea que ella alimentaba.
Nadie recuerda hoy a Paul Bern, pero el mito de Jean Harlow ha pervivido en la memoria de los aficionados al cine. Fue la gran estrella de Hollywood en los años 30 pese a que los críticos ridiculizaban sus cualidades interpretativas. Su muerte a los 26 años la mantuvo eternamente joven.
Autónomo es el que no puede ser otra cosa. Por las mañanas, bien temprano, contemplamos nuestras legañas de autónomo frente al espejo y entonces iniciamos un proceso para remontar la autoestima, una especie de ritual como de ‘coach’ patatero. Nos decimos que sólo nosotros conocemos la esencia de la verdadera libertad que nos permite vivir al límite, al filo de la navaja, sin jefes directos pegados contra nuestra chepa. Una vez asumimos nuestra fronteriza condición, nos resignamos con cierta alegría, deslizamos dos gotas de napalm tras nuestros lóbulos y salimos a la calle con rostro de victoria. El engaño nos inyecta sosiego. Pero fingimos, claro. Qué remedio. Enfrentarte al mundo con aire de perro apaleado garantiza la derrota.
Cada día se convierte en una aventura, cada semana en una montaña rusa, cada fin de mes en un ejercicio de alquimista que arracima pasta de aquí y de allí para afrontar con cierta dignidad la subsistencia. Y cada trimestre nos reciclamos en gran chamán que rinde culto al tótem del IVA y a esos flecos que nos asquean profundamente. De ahí que, en ese trance de sacrificio, aflojemos calderilla para que el fárrago burocrático-impositivo se lo coma el monaguillo de la gestoría. Los autónomos, en esto, somos unos señoritos que huyen del corsé de hierro de las sumas y las restas que envilecen al ser humano. ¿Cuánto sale a pagar? Pues se paga y a seguir funcionando, produciendo, creando, y casi siempre bajo las sospechas universales que nos persiguen gracias a esas frases que destilan más mugre que los refranes de cuarta. ¿Con factura o sin factura? ¿Usted cobra por lo legal o en plan Ruanda? Despreciados, salvo en campaña electoral, por la izquierda y la derecha, los voraces planes del gobierno, si se cumpliesen, nos condenarían a esa melancólica miseria como de literato bohemio de novela de Cansinos Assens. Acaso seamos, los autónomos, los últimos románticos de la tribu. Aunque, si triunfa el hachazo, seremos los futuros gilipollas. Eso seguro.
El matrimonio entre el productor de Hollywood y la estrella del cine duró dos meses hasta que él se suicidó, según la versión oficial