¿Qué guerra cultural?
«¿Es realista confiar en una modificación del tablero ideológico de una España que se apresta a recordar el centenario de una década en que la cultura hispana gozó de una irradiación universal? Probablemente, no. Pero resulta esperanzadora la siembra de unas semillas de futuro que capas extensas de nuestra colectividad se afanan por esparcir en todo el mapa de la que un poeta superior denominó, en la centuria cenital de nuestra historia, ‘la espaciosa y triste España’?»
LA uniformidad extendida como clave y constante de la evolución sociopolítica de las naciones occidentales determina que, en la actualidad, sea en su ámbito cultural donde residan las causas de su desarrollo y diferencias. En los países de la Unión Europea la distinción en la andadura de su economía descansa así en unos dígitos más o menos, ya que está controlada por los eurócratas brusolenses y sus temidos «hombres de negro». No otra cosa ocurre en el campo de las relaciones laborales o en la regulación de las actividades financieras y fiscales. Allí donde no llega su dominio es el terreno en el que cabe toparnos con la presencia de las añoradas peculiaridades de la, en otros tiempos, muy rica, inmensamente variada y abrillantada civilización del viejo continente.
A la husma de las escasas especificidades de su antiguamente dionisíaca cultura, los partidos políticos de no pocos países de su contrastada geografía se afanan en la actualidad en ofrecer su ‘oferta’ cultural en dicho terreno, como última iniciativa en su agotador tacticismo. Así en Italia y España, bien ilustrativos de la pluralidad característica del ser e historia de la civilización europea, las más importantes fuerzas políticas trabajan en los postreros años sin descanso por deslindar entre ellos fronteras de sensibilidad ideológica y cultural. Pero tampoco aquí la tarea se descubre menor. Cerrada la etapa de las grandes cosmovisiones que alimentaron a lo largo de más de una centuria el combate doctrinal, escribiendo el relato esencial de la trayectoria de los pueblos europeos y de muchos otros de los que colonizaron en el transcurso de los siglos, se alzan graves obstáculos para dar vida a movimientos y corrientes con identidades propias, dentro de la hegemónica tonalidad que imprime su tentacular huella en el presente hispano. Como es sabido, los actuales líderes del Partido Popular se muestran azacaneados en estas horas por entablar una batalla decisiva en el escenario cultural contra sus oponentes del PSOE y Podemos, encaminados primordialmente por alzarse con el cetro de la política nacional a través justamente de su triunfo en las urnas por tal vía.
¿Sirven para ello, están vigentes para esa lucha los clásicos planteamientos de ‘izquierda’ y ‘derecha’, conservadores y progresistas, que nutrieron con sus creencias y fórmulas el enfrentamiento, en ocasiones a muerte real y física, de nuestros próximos antepasados en la siempre extremosa y radical España?
Comentaristas y tertulianos –con escasas salvedades, no existen, por desgracia, en el país verdaderos centros de estudio de la cultura nacional en su discurrir contemporáneo– se dividen en cuanto a la respuesta a tan importante cuestión. Siquiera sea en merecido homenaje al historiador militar contemporáneo de más alto coturno, el británico Liddell Hart, comparable, según varios de sus admiradores, al mismo prusiano ochocentista Karl von Clausewitz, habría que referirse en el tema abordado al planteamiento bélico de la ‘aproximación indirecta’ como el más directo y resolutivo a la hora de alcanzar la victoria.
La lectura hodierna de cualquier texto de autoría española relativo a la historia de las dos últimas centurias revela con claridad la permanencia de las dos ópticas con las que desde hace casi un siglo se la enfoca. La visión progresista-marxista tercia, en un duelo intelectual de la mayor tensión y, a menudo también, acritud, con la conservadora-tradicionalista a la hora de la reconstrucción de ese tramo temporal en el que nacen las corrientes culturales que informan las posiciones ideológico-políticas de la sociedad hispana del presente –y con ella igualmente la mayoría de las de Occidente–. Ni siquiera en el fastigio de la dictadura franquista llegó a eclipsarse la primera versión, prueba indubitable de su fuerza y capacidad proselitista. En todos los grados de la educación, en los medios informativos aun más ‘controlados’ y en toda suerte de publicaciones, los escritos de matriz progresista-marxista descubrían con patencia a las veces cegadora su superioridad difusora respecto a los valores y planteamientos conservadores e, incluso, liberal-conservadores. En el otoño del régimen, en el tardofranquismo, el fenómeno llegó a estar tan generalizado y evidenciaba tan roborante salud que, excepción hecha de algunas editoriales oficiales, las principales de índole privada se consagraban casi por entero a poner al alcance de un público de curiosidad intelectual cada vez más acezante estudios y obras de marchamo progresista-marxista. Los periódicos y, sobre todo, las revistas hebdomadarias y mensuales de tal marbete que imantaban con asombrosa fuerza el interés de una burguesía ilustrada en ascenso imparable para la conquista de la hegemonía cultural, ejercerían por aquel entonces un incontestable liderazgo doctrinal. Desde las escuelas hasta las numerosas universidades de verano, los seguidores del último gran teórico del marxismo, Gramsci (1891-1937), aplicaron con éxito indiscutible las tesis y principios de un marxismo renovado. La vigencia de dicha cosmovisión en la España finisecular se elevó a tal punto que ni siquiera el estrepitoso derrumbe teórico y práctico del Muro de Berlín, en noviembre de 1989, cuarteó seriamente en la ‘intelligentzia hispana’ el rendido culto al ideario progresista-marxista que lograra anidar en parte muy extensa de la opinión pública más movilizada política y culturalmente.
De su lado, la Transición no modificó sino epidérmicamente el panorama descrito. El abandono del marxismo doctrinal por parte de la socialdemocracia felipista no implicó verdaderamente a los efectos indicados un giro, ni de lejos copernicano, del viejo paradigma. Pese a la excelente coyuntura así ofrecida para galvanizar las fuerzas más creativas de su rico legado doctrinal –desde el constitucionalismo canovista al conservadurismo de masas de don Antonio Maura y de Gil Robles–, ni Alianza Popular ni el Partido Popular acometieron la reformulación a la altura del tiempo del ideario que alentara en el pasado el alineamiento de la derecha clásica en el surco de un tradicionalismo renovado, sin complejos cara a la pandereteada superioridad cultural de la izquierda, ya sin ninguna razón de ser en el siglo XXI. La gestión económica atrajo sus mejores energías en el gran envite de la integración en la Unión Europea y, ulteriormente, en la respuesta a la hecatombe de 2008; y toda la centuria actual ha transcurrido con la práctica y lamentable ausencia del pensamiento y la política conservadores españoles de un escenario ideológico en el que su actividad es meramente testimonial. Sin auténticos guías en el campo señalado, las jóvenes generaciones se ven condenadas a sufrir la hoz implacable de un adversario crecido por la inexplicable parálisis de su odiado enemigo.
¿Es realista confiar en una modificación del tablero ideológico de una España que se apresta si no a conmemorar, sí a recordar el centenario de una década en que la cultura hispana, por aquella fecha plena de savia liberal-conservadora, gozó de una irradiación universal? Probablemente, no. Pero, al mismo tiempo, sí resulta esperanzadora la siembra de una semillas de futuro que capas extensas de nuestra colectividad se afanan por esparcir en todo el mapa de la que un poeta superior denominó, en la centuria cenital de nuestra historia, «la espaciosa y triste España»?