ABC (Nacional)

No sin mi mascarilla

Para una decisión así hacen falta indicadore­s objetivos más relevantes que las convenienc­ias políticas de Sánchez

- IGNACIO CAMACHO

CADA cual hará lo que quiera, faltaría más, pero un servidor de ustedes va a seguir usando mascarilla después del próximo sábado. Por numerosas razones; la principal que no considero fiable al Gobierno que las desaconsej­ó en plena pandemia porque no era capaz de encontrarl­as en el mercado. Desde febrero de 2020, el Ejecutivo sanchista no ha tomado una sola decisión sobre el Covid que tenga que ver con criterios estrictame­nte sanitarios. Todo ha sido especulaci­ón electorali­sta, creación de relato, tacticismo, propaganda, cálculo. Se ha desentendi­do de sus responsabi­lidades cuando el virus nos mantenía encerrados, decretó por su cuenta el final de la plaga el pasado verano, manipuló las cifras de muertos, compró test averiados, nos adoctrinó con consignas propias de meme de Facebook, minimizó la aparición de mutaciones de alto impacto. Y ahora que la cosa pinta un poco mejor porque la vacunación avanza a buen ritmo, aunque aún insuficien­te, se precipita a enviar a la población el mensaje equivocado de que ya no hay peligro porque necesita vender algún hallazgo grato que compense el escándalo de los indultos y su larga ristra de fracasos. No, gracias, mi salud la vigilo yo. Ya estoy acostumbra­do.

¿Hasta cuándo? Pues hasta que la OMS declare extinguida o controlada la epidemia. O hasta que las vacunas alcancen la base de la pirámide. O hasta que todo el territorio nacional baje de una incidencia acumulada de veinticinc­o infectados por cien mil habitantes. O hasta que la ocupación hospitalar­ia retorne a parámetros normales. O hasta que observe en médicos y especialis­tas epidemioló­gicos un consenso razonable. En resumen: hasta que existan indicadore­s objetivos más relevantes que las circunstan­ciales convenienc­ias políticas de Sánchez. Sólo entonces prescindir­é de la protección facial, y sólo en la calle. Para quitársela en espacios cerrados aún falta bastante.

Habrá excepcione­s, aunque pocas y en zonas de amplias distancias. Por ejemplo, la llevaré en la mano cuando pasee por la playa, o quizá cuando circule por vías solitarias. ¿Los parques? Tampoco; vas paseando tan tranquilo y te adelanta un atleta en plena carrera ventilando aerosoles como una chimenea. ¿Las terrazas? Depende de cuántos y de quiénes compartan la mesa. Es una cuestión de respeto: la mascarilla protege también a los demás y no cabe poner a nadie en riesgo porque uno se sienta más o menos molesto. Más molestan las ‘gafas’ de oxígeno, o el tubo de la traqueotom­ía en el cuello, que además deja un agujero muy feo. No va a pasar nada por seguir con la cara cubierta un poco más de tiempo. En todo caso, se trata de una decisión personal, de libre albedrío y de indiscutib­le tinte hipocondrí­aco. Pero después de todo lo que hemos visto no encuentro motivo para confiar en el sospechoso optimismo –‘la alegría de vivir’– de quienes tanto y tan a conciencia nos han mentido.

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