La raíz del populismo
«El cuarto Gobierno kirchnerista organizó negociados y vacunatorios clientelares, rechazó las ofertas de Pfizer (como si este laboratorio fuera la encarnación del imperialismo norteamericano), y eligió a Rusia y a China como los salvadores para que no nos curara Occidente. Avanzó además con un programa de resultados escalofriantes: cerca del 45 por ciento de inflación y 45 de pobreza. La política argentina no puede jactarse de nada, ni puede enseñarle al mundo otra cosa que el error perpetuo»
EN la página 561 de su estruendoso libro ‘Sinceramente’, Cristina Kirchner vuelve a evocar a su abuela Amparo, que nació en el pueblo asturiano de Vegadeo, que emigró a la Argentina, que logró con gran esfuerzo progresar y que fue siempre su más punzante objetora. Aquella inmigrante bravía, que había trabajado de sol a sol, criticaba esencialmente las ideas facilistas y demagogas del populismo, y la necesidad de colocar a la ciudadanía bajo la dependencia y el tutelaje del Estado clientelar. Cristina la sigue acusando de un cierto racismo, porque Amparo sentía rencor por los inmigrantes internos que el peronismo había prohijado, cuando ella había tenido que abrirse paso sin ayuda de nadie, y sin rendir pleitesía a partido alguno.
Nuestro país fue reconocido siempre por ser «un crisol de razas» y el resultado exitoso de una convivencia multicolor, y no late en ese episodio familiar, que la actual vicepresidente trae muy seguido a cuenta, un mero asunto de racismo larvado: en esta vieja lucha de pobres contra pobres, es verdad que hubo un repugnante desprecio por los ‘cabecitas negras’, pero también un fuerte menosprecio estigmatizador por el ‘tano analfabeto’ o el ‘gallego bruto’. El episodio implica, en verdad, un tema mucho más crucial: el neopopulismo latinoamericano, con letra aprendida en La Habana, busca dinamitar retóricamente el esfuerzo personal, la potencia emprendedora y el mérito, valores a los que califica de ‘individualistas’ y ‘neoliberales’. Y siguiendo la tradición de la vieja literatura nacionalista, prefiere barrer bajo la alfombra la épica inmigrante, a la que considera ‘eurocéntrica’ cuando no directamente ‘antipatriótica’.
Los primeros barcos europeos trajeron al continente americano rapiña, dolor y modernidad, pero los segundos, terceros y cuartos importaron desesperación y melancolía, y sobre todo, cultura del trabajo y ansias de superación. Estas dos últimas cualidades son el verdadero antídoto contra el veneno del voto cautivo y el Estado paternalista y totalizador, y por lo tanto, deben ser demolidas. En esa faena se encontraban empeñados los kirchneristas cuando Alberto Fernández provocó una noticia mundial con su exabrupto –«los mexicanos salieron de los indios, los brasileños salieron de la selva, pero los argentinos llegamos de los barcos»–, no porque el hombre sea racista o altanero sino porque buscaba agradar a su interlocutor, Pedro Sánchez. Con su lógica camaleónica, Fernández se había declarado ‘europeísta’ en Europa, sepulturero del capitalismo ante Putin (como si ese régimen siguiera siendo leninista), relativizador de los crímenes de la dictadura venezolana frente al chavismo y obsequioso con Biden, a quien elogió por sus presuntos parecidos con Juan Domingo Perón.
Fernández quiere precisamente emular a Perón, que desde Madrid se pasó todo el exilio franquista mimetizándose con cada uno de sus interlocutores y animando por igual a guevaristas y fascistas de nota, oportunismo secretista e instantáneo imposible de mantener en la era de los medios de comunicación y las redes sociales. Pero que entonces derivó en un baño de sangre, donde ambos bandos se asesinaron mutuamente gritándose: «Viva Perón».
La torpeza de Alberto puso en llamas a Cristina, porque contradijo el libreto general y porque la noticia del insólito traspié viajó por todo el planeta. Un funcionario argentino, destinado en San Pablo, dijo por lo bajo: «Ahora ni Lula nos acepta un café». Y eso que Lula, dirigente que ha sido mucho más institucionalista que el kirchnerismo, fue un aliado férreo de Cristina después de haberla detestado en sordina; es que aceptó su solidaridad y se benefició conceptualmente por la gran ocurrencia de Cuba que enarboló la señora de Kirchner: el ‘lawfare’ (guerra judicial), relato fantasioso según el cual ninguna de las causas por corrupción contra la ‘izquierda’ latinoamericana es cierta, sino apenas producto de una conjura de políticos, jueces y periodistas. La nueva sinarquía internacional y sus cipayos.
Ya viuda, Cristina pasó a aceptar los consejos de Chávez y en seguida se sintió seducida por los hermanos Castro. De allí trajo nuevas ideas para su argumentario, y comenzó a hablar contra la Revolución Francesa y la división de poderes, y a manifestar públicamente su deseo de crear un Nuevo Orden. El gurú del chavismo y de sus primos kirchneristas es otro argentino: Ernesto Laclau, que falleció en 2014 pero que ha tenido fuerte influencia también entre los dirigentes de Podemos. Laclau escribió la teoría general que ya los Kirchner habían consumado en la provincia de Santa Cruz: crear un pueblo imaginario y dividir a la sociedad entre probos y réprobos (la patria y la antipatria); eludir los acuerdos, generar un fuerte liderazgo carismático (un caudillo) y forzar una hegemonía: un sistema de partido único. Esos ensayos, en realidad, reescriben a Carl Schmitt, pero le dieron un carácter positivo a la palabra ‘populismo’ y le otorgaron una coartada intelectual a la praxis de Cristina y a su vocación más profunda: experimentó la polarización en su propio hogar de la infancia, tomó partido por su familia peronista contra la asturiana, y desde entonces no concibió otra forma de construir política que atizar la enemistad y el conflicto. «Vamos por todo», silabeó alguna vez desde una tribuna. Por todo y para siempre, como corresponde a una autócrata que se mueve dentro de una dinastía: su hijo Máximo es ahora su heredero político.
El cuarto gobierno kirchnerista abordó la pandemia con este acervo operativo e ideológico. Organizó, por lo tanto, negociados y vacunatorios clientelares, rechazó las ofertas de Pfizer (como si este laboratorio fuera la encarnación del imperialismo norteamericano), y eligió a Rusia y a China como los salvadores para que no nos curara Occidente. Dispuso también una cuarentena interminable que durante más de un año cerró las escuelas a cal y canto, que ocasionó quiebras comerciales en cadena y que hizo caer varios peldaños a millones de personas de la clase media, sin evitar con todo ello la multiplicación de muertos. Avanzó además con un programa de resultados escalofriantes: cerca del 45% de inflación y 45% de pobreza. La política argentina no puede jactarse de nada, ni puede enseñarle al mundo otra cosa que el error perpetuo. Todos los argentinos debemos tener la humildad de entender que hemos fracasado.