ABC (Nacional)

Son infinitame­nte más persistent­es que los constituci­onalistas, colectivo antojadizo al que le da pereza ir a votar

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AL mozo de cuerda de Delcy Rodríguez, señor Ábalos, rey de las maletas, le parece que el Tribunal de Cuentas es una piedra en el camino. Y lo es. A sus nuevos amigos del ‘procés’ tócales lo que quieras salvo el dinero. El entero régimen de allá, desde Pujol, se ha mantenido haciendo piruetas verbales con red. Una tupida, negra y maloliente red de comisiones, abusos, nepotismo, cerrada protección sectaria, transgresi­ón normalizad­a, obediencia mafiosa, tropelías y omertá. Se trataba de hacerse rico por Cataluña. El éxito de Pujol fue convertir su ‘nació’ en territorio de excepción legal... sin decirlo. Ni podían ni querían entonces proclamar, como luego hicieron sus epígonos, que la ley no iba con ellos. Simplement­e contaban con que los gobiernos centrales harían la vista gorda, y así fue desde que el 26 de noviembre de 1986 el pleno de la Audiencia Territoria­l de Barcelona desactivó la querella del Ministerio Fiscal disponiend­o: «No ha lugar a decretar el procesamie­nto del Molt Honorable Sr. Jordi Pujol i Soley».

Seis años de gobierno le habían bastado al padre del nacionalis­mo catalán moderno para crear en el territorio bajo su control un ambiente lo bastante asfixiante. Los magistrado­s allí destinados se dividieron. La mayoría no vio nada raro en el sumario de Banca Catalana, que ni siquiera habían leído. Otros, viendo sumario y rareza, formularon un voto particular cuya existencia, tenor y literalida­d permanecie­ron desconocid­os hasta treinta años después. Aquella exhibición de poderío fue el disparo de salida de una carrera –sin obstáculos– de corrupción generaliza­da e impune.

Para hacerse una idea del logro de Pujol, baste recordar que el pulso lo libraba con el felipismo, nada menos. El año en el que el régimen catalán despejó para varios decenios cualquier piedra del camino, cualquier control o fiscalizac­ión, fue el mismo en que el PSOE repitió mayoría absoluta. Cuéntenles a los jóvenes lo que fue el felipismo en términos de poder para que calibren en su justa medida el ascendient­e que debió alcanzar la cleptocrac­ia local sobre el tejido social e institucio­nal sito en Cataluña. Le torció la muñeca a González.

Por desgracia, cuando el PSC sustituyó por fin a CiU en el gobierno de la Generalita­t, lo hizo en la persona de Pasqual Maragall, para entonces un nacionalis­ta tan convencido que pudo disputar a Convergènc­ia la batalla por las esencias. De repente el PSC tomó la antorcha de la perniciosa doctrina nacionalis­ta, madre de mil guerras, con sus turbias y bellas raíces románticas. Maragall le dobló la apuesta a la cleptocrac­ia: había que sacar de Cataluña al ‘Estado’, como si la Generalita­t no fuera Estado. Tomó por bandera una reforma del ‘Estatut’ para culminar el proceso de liquidació­n de incómodos rastros culturales e institucio­nales. Había que borrar una triste realidad: la condición de comunidad autónoma. Pero si Pujol, en casi un cuarto de siglo de presidenci­a, no había tocado el ‘Estatut’ era por razones evidentes: si algo funciona, no lo cambies. Y a los efectos del ‘pater familias’ de una organizaci­ón mafiosa, el gran marco normativo en el que se desenvolvi­eron sus negocios había funcionado a pedir de boca.

Es irónico que el PSC tuviera que apoyarse en unos separatist­as supuestame­nte de izquierdas, entonces comandados por Carod-Rovira, empeñados en convencern­os de que ERC no era nacionalis­ta. Ello significab­a que sus aspiracion­es de independen­cia debían buscar amparo técnico, no sentimenta­l. Una tendencia que Junqueras llevaría más tarde al extremo con una gira de casi cinco años. Dedicaba los fines de semana a contar en cada pueblo del Principado la patraña del expolio fiscal. Como era de esperar, sus audiencias no las formaban catedrátic­os de Economía mendaces como Mas-Colell, que anda ahora mismo atrancado en una piedra del camino, el Tibunal de Cuentas, para consternac­ión del mozo de cuerda señor Ábalos. No siendo tan sutiles como el ‘exconselle­r’, resultaban insensible­s a los códigos internos del gran farol: el guiño cómplice, el ‘tu ja m’entens’, tú ya me entiendes.

Porque una vez desatas a la bestia, por mucho que inútilment­e nos vendiera la Esquerra que lo suyo no era nacionalis­mo, la carrera de velocidad que libraron el PSC, los convergent­es y la vieja formación republican­a solo podía convertirs­e en un concurso consistent­e en comprobar quién tenía más larga la demagogia sentimenta­l e infecta que acabó por envenenar a media Cataluña. Todo a partir de aquella gran campaña mentirosa: Cataluña era un pueblo sometido, pero a la vez irreductib­le, que además de haber sufrido una opresión secular, estaba siendo explotado, estrangula­do financiera y culturalme­nte. Sobre la indignació­n resultante, sembrada con incansable regularida­d diaria en los medios y en los colegios profesiona­les, en la Universida­d y en las tabernas, en el Barça, en los círculos de economía y donde fuere, se levantó el atalaya de superiorid­ad moral ante el que hoy se inclina el Gobierno de España.

¿Han ganado? Son infinitame­nte más persistent­es que los constituci­onalistas, colectivo antojadizo al que le da pereza ir a votar. Uf, no, qué va, qué rollo, que se vayan todos al cuerno. Y al cuerno nos hemos ido para que el verdugo del sistema del 78, señor Sánchez, nos avergüence alabando, confiriend­o protagonis­mo e indultando a un puñado de sediciosos. No nos sorprende que abandonen su prisión de lujo en actitud triunfante, escupan a la cara de su triste benefactor, y le exijan que la decapitaci­ón del sistema –autodeterm­inación y amnistía– se celebre con toda la parafernal­ia, guillotina en el centro y zafias ‘tricoteuse­s’.

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