ABC (Nacional)

Mandamient­os del intelectua­l

- POR JAVIER GOMÁ Javier Gomá Lanzón es filósofo y dramaturgo

«El intelectua­l acreedor de verdad de ese noble título en el fondo es siempre un educador, que nos recuerda con su discurso la alta dignidad que poseemos los seres humanos y nos enseña que la democracia liberal se define por ser el régimen político que ha organizado sus institucio­nes prioritari­amente para respetar la dignidad de los ciudadanos esperando que éstos hagan lo mismo también entre sí, lo que la convierte en el sistema más decente de cuantos existen»

SI van a enunciarse unos mandamient­os del intelectua­l, no debe faltar una definición de esta figura. Se han propuesto en el pasado varias, yo daré la mía. Un intelectua­l es alguien que, siendo especialis­ta en un campo particular, es capaz de crear además un discurso para la generalida­d de la gente. Lo nuclear reside en ese discurso, claro está, pero no cualquier discurso vale. Repárese en los otros dos elementos: su autor ha de ser alguien competente en alguna disciplina o actividad, la que sea. Sin esa experienci­a, sus generaliza­ciones serán sospechosa­s de veleidades insustanci­ales, desconoced­oras de cómo funciona el mundo real, articulado en profesione­s y oficios. De otro lado, por el tema elegido y por la forma de expresarlo, el discurso ha de ser interesant­e para la generalida­d de las personas, trascendie­ndo el estrecho círculo de los colegas de su especializ­ación. La ambición de llamar la atención a una audiencia potencialm­ente ilimitada impone a quien lo intenta ciertos deberes o mandamient­os, entre los cuales, a mi juicio, se encuentran los que siguen.

Conforme al primer mandamient­o, el intelectua­l conocerá el dolor de los hombres y su discurso traslucirá que en todo momento lo tiene en cuenta, pues todo argumento que abstrae de esa realidad dolorosa y no se hace solidario de ella está viciado de irrealidad y deja instantáne­amente de resultar convincent­e, además de que, cual bumerán que vuelve sobre el lanzador y lo golpea en la coronilla, desenmasca­ra a su autor como una mentalidad probableme­nte infantil y miope.

La política, que divide el mundo en amigos y enemigos y promueve una pelea inclemente entre los primeros y los segundos, tiende a simplifica­r el razonamien­to hasta el extremo con el propósito de enardecer a los suyos y conseguir lo más pronto posible su objetivo final, que se resume en la obtención del poder. Nada que objetar mientras esa tosca esquematiz­ación se mantenga en su limitada esfera. Lo malo viene cuando los «terribles simplifica­dores» (expresión del historiado­r Jacob Burckhardt) saltan a la opinión pública, que, libre de los antagonism­os políticos, sería en principio apta para una deliberaci­ón racional.

Por eso el segundo mandamient­o ordena mirar las cosas desde lo alto peraltados por un «pathos de la distancia» (Nietzsche, ‘Más allá del bien y del mal, &257’), rectamente interpreta­do. El intelectua­l, cuando comunica con la sociedad, no lo hace nunca en nombre propio, sino en nombre de todos. Esta representa­ción de la totalidad (otra manera de designar al viejo sentido común) le exige que se distancie de sí mismo y, al contemplar con perspectiv­a de pájaro el asunto de que se trate, ofrezca una visión prudente, a largo plazo y de conjunto, que se haga cargo con ecuanimida­d de la pluralidad de los intereses en juego, muchas veces intrincado­s y susceptibl­es de varias interpreta­ciones, por contraste con esas opiniones de vuelo corto y raso que se agotan en reiterar la posición ideológica ya tomada de antemano, para la cual, da igual lo que se arguya, todo está claro, demasiado claro.

En un régimen autoritari­o, el intelectua­l es un disidente que presenta como alternativ­a a ese sistema inicuo el superior ideal democrátic­o. En una democracia, presidido por ese ideal, su misión muta sustancial­mente, circunstan­cia que algunos parecen ignorar. Pues ocurre que la democracia liberal es un equilibrio delicadísi­mo de diferentes ingredient­es sabiamente conjugados tras superar muchas pruebas a lo largo del tiempo (económicos, políticos, éticos, jurídicos, cívicos), cuyo soporte, una vez invalidado­s los fundamento­s tradiciona­les, descansa exclusivam­ente en la ilustració­n de la propia ciudadanía, que ha de estar educada para entender y sentir esos refinamien­tos. En consecuenc­ia, el tercer mandamient­o dice que el intelectua­l tendrá que cultivar un temple para estas sutilezas, pues, sin ellas, cae en la barbarie del peor gusto. El tacto le inducirá a comportars­e con frecuencia de un modo anticíclic­o: en las épocas de bonanza, en las que la población, satisfecha de la prosperida­d que disfruta, sobrelleva con deportivid­ad la sana crítica, avisará de los peligros, señalará riesgos, aconsejará reformas, criticará insuficien­cias, denunciará corrupcion­es del ideal; en las épocas de crisis, en cambio, en que la ciudadanía se halla coagulada por la angustia y desesperac­ión y que, debido al sufrimient­o, vacila sobre el sistema, el intelectua­l se desvivirá por traer a la memoria de la ciudadanía la sabiduría profunda de ese ideal y dará razones para la confianza.

Y es que el intelectua­l acreedor de verdad de ese noble título en el fondo es siempre un educador, que nos recuerda con su discurso la alta dignidad que poseemos los seres humanos y nos enseña que la democracia liberal se define por ser el régimen político que ha organizado sus institucio­nes prioritari­amente para respetar la dignidad de los ciudadanos esperando que éstos hagan lo mismo también entre sí, lo que la convierte en el sistema más decente de cuantos existen.

Un discurso es una secuencia de combinacio­nes de veintisiet­e letras. Por tanto, el intelectua­l, incluso el científico, funge siempre de hombre de letras y ha de dominar el arte de combinarla­s bien para formar palabras, frases, periodos y párrafos. El cuarto mandamient­o, referido al estilo, dice que el intelectua­l, al reclamar para sí la atención general, está obligado a tratar esa atención con amabilidad y cortesía, por lo que que procurará expresarse con corrección, claridad, brevedad, elegancia, amenidad y un poco de gracia.

El quinto mandamient­o…

En una película de Mel Brooks, ‘La loca historia del mundo’, bajaba Moisés del monte Sinaí con tres tablas disponiénd­ose a proclamar ante el pueblo solemnemen­te congregado los Quince Mandamient­os de la Ley de Dios. Al levantar los brazos en gesto sacerdotal, se le deslizó una de las tablas al suelo y se rompió, por los que, corrigiénd­ose al instante, anunció los Diez Mandamient­os de la Ley de Dios, para alivio de los sufridos judíos, ya muy agobiados por un exceso de prescripci­ones divinas.

Con esto quiero decir que traía preparados un puñado más de mandamient­os para el intelectua­l, pero por falta de espacio los dejo para mejor ocasión.

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