ABC (Nacional)

EL JUEZ Y EL ASESINO

La puesta en libertad de Giovanni Brusca, el verdugo del juez Falcone, escandaliz­a a muchos italianos que recuerdan el heroísmo de magistrado­s y policías para combatir a la Mafia en los años de plomo

- G. CUARTANGO Por PEDRO

Era el 23 de mayo de 1992. Sábado. El reloj marcaba las seis menos cuatro minutos de la tarde. Media tonelada de explosivos, una mezcla de TNT y Semtex, estalló bajo la autovía que une el aeropuerto con Palermo. El coche en el que se hallaba el juez Giovanni Falcone y su esposa, Francesca Morvillo, se elevó varios metros sobre el suelo. El hombre que accionó el detonador estaba oculto tras una caseta a cien metros del lugar. Se llamaba Giovanni Brusca y acaba de ser puesto en libertad tras 25 años en la cárcel.

Brusca fue detenido en 1996 y condenado a cadena perpetua por el asesinato de Falcone, su mujer y tres escoltas. Era uno de los lugartenie­ntes de Salvatore ‘Totò’ Riina, el capo supremo de la Mafia, jefe del clan de los Corleone. Fue Riina el que ordenó la ejecución de Falcone, al que había puesto en su lista negra por su lucha implacable contra la organizaci­ón.

La puesta en libertad de Brusca, que decidió colaborar con la Justicia durante su proceso, ha escandaliz­ado a la opinión pública italiana. No se entiende que un hombre que reconoció haber asesinado a más de cien personas pueda haberse beneficiad­o de un trato tan generoso. Máxime cuando fue él quien ordenó el estrangula­miento del hijo del arrepentid­o Santino Di Matteo, un niño de 12 años, cuyo cadáver fue disuelto en ácido.

Santino Di Matteo, que vive oculto en un lugar desconocid­o, llamó al ‘Corriere della Sera’ para dejar constancia de su indignació­n: «Todos los torturador­es y asesinos de mi hijo están libres. Todos en casa. Y ahora el hombre que lo planeó y organizó también queda en libertad. Estas personas no forman parte de la humanidad».

Una de las reacciones más duras ha sido la de Francesco Letta, líder del Partido Democrátic­o, que calificó la decisión de «puñetazo en el estómago» y subrayó que resulta «incomprens­ible». En el mismo sentido y desde posiciones políticas opuestas, el populista Matteo Salvini aseguró: «Una persona que cometió esos actos, que disolvió en ácido a un niño, que mató a Falcone, no puede salir jamás de la cárcel». También un portavoz de Forza Italia, el partido de Silvio Berlusconi, declaró que «es imposible creer que un criminal como Brusca pueda merecer un favor de la Justicia».

Sin embargo, no es ésta la opinión de Pietro Grasso, fiscal antimafia y expresiden­te del Senado, que considera que estas reacciones demuestran incomprens­ión sobre la lucha contra esta organizaci­ón criminal. María Falcone, hermana del juez, coincide con Grasso. «Es una noticia que me duele, pero así es la ley, una ley que mi hermano quería y respetaba».

Salvaje y temido

Brusca ha pedido perdón públicamen­te por sus actos, pero su liberación, aun aceptando que su arrepentim­iento es sincero, plantea la cuestión de hasta qué punto se puede ser misericord­ioso con unos comportami­entos tan abyectos como los de ‘Il Porco’, como le apodaban sus adversario­s. Tomasso Buscetta, cuando decidió colaborar con Falcone, le definió así: «Un semental salvaje, pero también un jefe respetado».

Había entrado muy joven en la Mafia, apadrinado personalme­nte por Riina, que era amigo de su padre. Tras ser encarcelad­o su progenitor, le confío el distrito de San Giussepe Jato. Muy pronto destacó por su crueldad en la guerra en los años 80 entre los diferentes clanes mafiosos, en la que perdieron la vida cerca de mil miembros de las familias. Riina asesinó a sus principale­s rivales, consolidán­dose como jefe indiscutid­o de la organizaci­ón.

Brusca fue detenido en su casa en 1996 cuando estaba comiendo con su novia, un hijo y varios familiares. Cuando entró esposado en comisaría, los agentes empezaron a abrazarse y a vitorear. Algunos se quitaron el pasamontañ­as que les cubría y empezaron a insultarle. Era la persona más buscada en Sicilia.

Meses después, fue conducido a un careo con Di Matteo, que al verle quiso abalanzars­e sobre él. Le dijo al juez: «Le garantizo mi colaboraci­ón, pero con este animal no le aseguro nada. Si me deja a solas con Brusca dos minutos, le corto la cabeza». Los guardias se llevaron a Di Matteo, al que ya había pedido perdón el asesino de su hijo.

Brusca era un criminal, un hombre que obedecía ciegamente las ordenes de Riina y que se considerab­a un soldado de la Mafia. Por ello, se veía a sí mismo como un hombre de honor, que respetaba escrupulos­amente el código al que había jurado ser fiel.

Giovanni Falcone tenía un sentido muy distinto de la lealtad. Había decidido estudiar Derecho y hacerse juez. Se incorporó a la magistratu­ra en 1964, asumiendo diferentes funciones hasta que en 1979 fue trasladado a la Audiencia de Palermo. Allí tuvo la suerte o la desgracia de trabajar junto a Rocco Chinnici, fiscal jefe y hombre de una probada honestidad. Durante cuatro años, aprendió de Chinnici, que no sólo se convirtió en su mentor y su guía, sino que además abortó las presiones para apartarlo de las investigac­iones.

Falcone se ganó pronto la hostilidad de algunos de sus compañeros, que le acusaban de afán de protagonis­mo y exceso de celo. Pero el fiscal jefe le defendió contra viento y marea. Por ello, fue un verdadero drama para Falcone el asesinato de Chinnici en 1983, cuando Pino Greco hizo estallar una potente bomba junto al portal donde vivía. Murieron diez personas y media docena de vehículos quedaron reventados.

El magistrado de Palermo se había convertido en el enemigo número uno de la Mafia, cuya cúpula decidió eliminarlo. Como figuraba en su agenda, custodiada bajo llave, Chinnici había iniciado la investigac­ión de las conexiones del crimen organizado con la Democracia Cristiana, lo que le costó la muerte.

Falcone estaba en Tailandia interrogan­do a un colaborado­r de la Cosa Nostra cuando se enteró de su asesinato. Quedó desolado, pero decidió tomar el testigo de su protector. Y, gracias a su rigor y su esfuerzo, hizo avanzar los sumarios contra los jefes de la organizaci­ón. Ello fue posible gracias a un hecho que ayudó al juez a comprender la estructura y el funcionami­ento de la Mafia: la colaboraci­ón de Tommaso Buscetta, extraditad­o de Brasil. Fue en 1984 cuando este jefe de una de las familias decidió contar a Falcone todo lo que sabía. Buscetta se sentía amenazado por Riina, que no sólo había ordenado el asesinato de amigos y familiares suyos, sino que además había dispuesto pruebas falsas para incriminar­le ante la Policía.

«Yo no soy un espía. Tampoco soy un arrepentid­o. He sido un mafioso y he cometido errores. Estoy dispuesto a pagar por ellos. He decidido colaborar con la Justicia porque la Mafia es una banda de cobardes y asesinos», le dijo a Falcone antes de empezar a hablar.

Descifrand­o la Mafia

Buscetta le confesó que no creía que el Estado italiano tuviera la voluntad de luchar contra la organizaci­ón. Luego añadió: «Quiero advertirle, señor juez, que usted, después de este interrogat­orio, se convertirá sin duda en una celebridad. Pero también sé que intentarán destruirle física y profesiona­lmente. Y conmigo procederán de idéntica forma. No olvide que jamás cerrará la cuenta que usted ha abierto con la Cosa Nostra. Piénselo antes de empezar a interrogar­me».

Durante muchos meses de largas conversaci­ones hasta la madrugada, Buscetta reveló a Falcone no sólo valiosas informacio­nes sobre el organigram­a, los métodos y los asesinatos de la Mafia sino que, como subrayó el juez, fue clave para poder entender su mentalidad y su lenguaje. Le explicó a Falcone que el general Della Chiesa había sido asesinado porque se había convertido en un personaje incómodo para la Democracia Cristiana por su papel en la investigac­ión del secuestro de Aldo Moro, lo que había alentado a la organizaci­ón a ametrallar­le en su coche junto a su esposa.

Gracias a las revelacion­es de Buscetta, Falcone y sus colaborado­res estuvieron en condicione­s de llevar ante un tribunal de Palermo a 474 mafiosos, de los cuales más de un centenar fueron juzgados en ausencia. El macroproce­so comenzó en febrero de 1986 y fueron condenados a duras penas 360 acusados. De ellas, una veintena eran cadenas perpetuas. Michele Greco, Giuseppe ‘Pippo’ Caló y Luciano Leggio, miembros de la comisión que dirigía la organizaci­ón, fueron sentenciad­os a prisión de por vida.

Fue tras el juicio de Palermo cuando Falcone se

Con el macroproce­so, que comenzó en febrero de 1986, Falcone logró llevar ante un tribunal de Palermo a 474 mafiosos. Los juicios acabaron con duras condenas para 360 acusados. El magistrado obtuvo una victoria que terminó por costarle la vida

convirtió en una verdadera obsesión para Riina, que movilizó todos los recursos de la Mafia para asesinarle. Tres años después colocaron una gran cantidad de explosivos en el chalé junto al mar donde estaba veraneando. Pero fallaron.

«Es cierto que todavía no me han matado. Pero mi cuenta con la Cosa Nostra está todavía pendiente. Sé que sólo podrá saldarse con mi desaparici­ón. Quien acaricia un tigre acaba perdiendo el brazo», dijo entonces Falcone. «La idea de la muerte me acompaña siempre. Se ha convertido en una segunda naturaleza, como decía Montaigne. Ahora bien, es inevitable permanecer en constante alerta, calcular, observar, organizars­e, evitar las costumbres repetitiva­s, huir de toda aglomeraci­ón. Pero, a la vez, se adquiere una mentalidad de fatalismo, aceptando que se puede morir de cualquier cosa como un accidente de automóvil o de un cáncer», afirmó.

«Yo no soy Robin de los Bosques. Tampoco soy un kamikaze ni un fraile trapense. Soy simplement­e un servidor del Estado en tierra de infieles». Así se autodefini­ó Falcone. La periodista Marcelle Padovani, muy cercana al juez, escribió: «Efectivame­nte era un clásico servidor del Estado. Considerab­a que el Estado tenía que ser respetado y defendido. Tenía una enorme capacidad de trabajo, una memoria de elefante y se había rodeado de personas muy cualificad­as». Padovani subraya que Falcone «jamás tomó una iniciativa que no pudiera llevar a un buen fin. Jamás apuntaba o atacaba objetivos indefinido­s ni se dejaba arrastrar a conflictos personales».

Esa capacidad de distanciam­iento que sus adversario­s le reconocían sufrió una dura prueba en 1985, cuando la Mafia asesinó a Ninni Cassarà, el jefe antimafia de la Policía de Palermo e íntimo colaborado­r. Le mataron cuando salía de su casa, con su esposa y su hijo en la ventana. Esta vez el método elegido fue acribillar­le con fusiles AK-47, cuyas balas le abatieron cuando se disponía a entrar en su coche. Murió unos minutos después en los brazos de su mujer.

Las dudas del juez

Falcone experiment­ó serias dudas sobre si merecía la pena seguir arriesgand­o la vida de su esposa y sus colaborado­res. Pero decidió seguir al pie del

cañón, gracias en buena medida al apoyo y la amistad de Paolo Borsellino, magistrado de Palermo, su mano derecha y confidente. No podía saber que Borsellino también sería asesinado dos meses después de su muerte. La Mafia colocó cientos de kilos de explosivos bajo el portal de la casa de su madre, que hizo explotar cuando fue a visitarla. El aeropuerto de Palermo lleva hoy el nombre de los dos jueces.

Cuando comenzaron a trabajar juntos en la Audiencia, Borsellino le pidió la combinació­n de la caja fuerte en la que Falcone guardaba sus documentos. Éste le preguntó para qué la quería y la respuesta de su amigo fue: «Si te matan, al menos podremos abrirla».

A pesar de los espectacul­ares resultados del macroproce­so de Palermo y su impacto en los medios de comunicaci­ón, Falcone detectó a finales de los años 80 que su trabajo perdía impulso y que las dificultad­es legales y operativas eran crecientes. Por eso, aceptó su nombramien­to como director general de Asuntos Penales del Ministerio de Justicia en marzo de 1991. Ello supuso su traslado a Roma.

Falcone, que había cumplido 51 años, tenía muchos vínculos sentimenta­les con Sicilia, pero pensaba que desde su nueva posición podría impulsar reformas jurídicas que facilitara­n el trabajo de los jueces contra la Mafia. Era muy consciente de las presiones que sufrían sus compañeros de profesión y estaba indignado por el desenlace de varios procesos que habían acabado en absolucion­es de los responsabl­es de la organizaci­ón.

Falcone había planificad­o pasar un fin de semana en Palermo para ver a sus amigos y familiares. El viaje en avión había sido organizado en absoluto secreto. Pero alguien, sin duda muy cercano a su equipo, avisó a la Mafia con antelación.

Tras aterrizar, Falcone se montó en un coche con su mujer. Sus escoltas iban en un segundo automóvil. Brusca les esperaba, oculto en una caseta, atento a la señal de un cómplice para activar el detonador. La explosión fue terrible y levantó más de treinta metros de autovía. Falcone murió horas después en el hospital. No se pudo hacer nada para salvarlo.

Hoy existe un monumento en el lugar donde perdió la vida. Es un monolito de color rojo, de unos diez metros de altura, protegido por un guardarrai­l en una pronunciad­a curva. Hay un jardín con olivos en el desolado paraje en el que él y sus acompañant­es fueron asesinados. Sus nombres están inscritos en el obelisco que se alza frente a unos riscos de roca. Algunos visitantes dejan flores en el lugar, habitualme­nte solitario.

Los asesinos

Riina, el instigador del asesinato, fue detenido en 1993, ocho meses después del atentado. Se sospecha que fue denunciado por los otros jefes de la Mafia, que temían su crueldad y estaban hartos de su despotismo. Recordaban que había dado la orden de matar a Stefano Bontade y Salvatore Inzerillo a principios de los años 80, cuando ambos suponían una amenaza a su poder. Falcone había descubiert­o que los asesinos de ambos y de otros mafiosos habían sido ejecutadas con las mismas armas, lo que apuntaba a Riina.

Los agentes que le capturaron en su modesta casa se sorprendie­ron al constatar la austeridad extrema en la que vivía junto a su mujer. Declaró que él era un simple contable y negó cualquier relación con la Mafia. Se presentó como un hombre afable y sencillo para desmentir la leyenda de que le gustaba estrangula­r a sus víctimas con sus propias manos.

El confidente Antonino Calderone le describió como «un sujeto increíblem­ente ignorante, pero intuitivo, inteligent­e e imprevisib­le». Ya había sido condenado por sus numerosas fechorías y sabía que nunca saldría de la cárcel. Murió de cáncer en la prisión de Parma en noviembre de 2017 sin mostrar la menor emoción ni arrepentim­iento. Varios de sus descendien­tes continuaro­n en la organizaci­ón, eliminando a sus rivales con los mismos métodos.

El entierro de Falcone fue una impresiona­nte manifestac­ión de duelo, con la presencia de todos los dirigentes políticos de Sicilia. Algunos le habían criticado o habían hecho lo posible para obstaculiz­ar su trabajo. Su memoria sigue estando viva en millones de italianos, aunque la lucha contra la Mafia ha pasado hoy a segundo plano. Falcone nunca quiso ser un héroe, sólo un servidor del Estado. Dijo en una ocasión: «El que no teme a la muerte muere una sola vez». Así es como murió.

El más buscado de Sicilia BRUSCA FUE DETENIDO EN SU CASA EN 1996. CUANDO ENTRÓ ESPOSADO EN COMISARÍA, LOS AGENTES EMPEZARON A ABRAZARSE Y A VITOREAR

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// AP Matar a Falcone se convirtió en obsesión para el capo supremo, ‘Totò’ Riina. El juez lo sabía: «Quien acaricia un tigre acaba perdiendo el brazo», dijo «LA IDEA DE LA MUERTE ME ACOMPAÑA SIEMPRE»
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// ABC ASESINADO DURANTE UN VIAJE SECRETO A PALERMO En 1992, la Mafia utilizó media tonelada de explosivos para volar los coches donde viajaban Falcone, su esposa y tres guardaespa­ldas
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EFE BRUSCA, UN CARNICERO IMPLACABLE Y CRUEL Cuando fue atrapado, no supo precisar a cuántos había matado. Más de cien, dijo. Ya en la cárcel, ayudó a la Justicia para rebajar su condena//
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// DARÍO MENOR EN EL CORAZÓN DE LA COSA NOSTRA SICILIANA A 60 kilómetros de Palermo, Corleone era en los 90 el epicentro de la Mafia y su clan mandado por Riina el más poderoso
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//ABC RIINA, EL CAPO SUPREMO QUE ORDENÓ EL ATENTADO Riina fue capturado a los ocho meses del crimen y murió en la cárcel en 2017. Era «increíblem­ente ignorante» pero «intuitivo e imprevisib­le»

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