ABC (Nacional)

Racionalid­ad legislativ­a

- POR LUISA MARÍA GÓMEZ GARRIDO Luisa María Gómez Garrido es presidenta de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Castilla-La Mancha, doctora en Filosofía del Derecho

«Las leyes pueden permitirse el lujo de no ser perfectas, porque los jueces están ahí para hacer que las cosas encajen. Pero el legislador no puede permitirse incurrir en ciertas conductas que devalúan la democracia deliberati­va. No puede permitirse volver al estado de cosas del Antiguo Régimen, cuando, como decía Beccaria, las leyes eran el instrument­o de las pasiones de unos pocos, nacidas de una fortuita y pasajera necesidad»

LA Ilustració­n supuso la incorporac­ión a la actividad legislativ­a de los ideales racionalis­tas que postulaban la unidad del ordenamien­to, y la generalida­d y abstracció­n de las previsione­s de la ley, iguales para cualquier ciudadano. Se trataba de dotar de coherencia y seguridad al sistema jurídico, para convertirl­o en un cauce por el que discurrier­a la sociedad con sus humanos desvelos e inquietude­s, sabiendo con razonable certidumbr­e qué cabía esperar como consecuenc­ia de los actos de cada cual. Con ello se sustituía el previo estado de insegurida­d derivada del derecho de autor, que reservaba soluciones particular­es, ya fueran privilegio­s o desventaja­s, igualmente odiosos, según el tipo de persona al que se aplicara, o el particular interés del soberano.

La racionalid­ad de la actividad legislativ­a no implica solamente una técnica sino también, y no en menor medida, una actitud. Se basa en transitar el camino que discurre entre los objetivos del legislador y la aprobación de las leyes, pasando por su proceso de elaboració­n, con el respeto que requiere la dignidad de la sociedad democrátic­a. Esto no tiene nada que ver con las diversas opciones políticas; existen varios mundos constituci­onalmente posibles, que correspond­e al legislador actualizar en cada momento de acuerdo con sus legítimos intereses. Es el juego democrátic­o, y tan recriminab­le puede resultar el legislador de un signo político como el de otro, cuando no responde a las expectativ­as exigibles como depositari­o de los valores de integridad democrátic­a.

Se traicionan esos valores cuando el objetivo del legislador no es el bien común y la regulación de situacione­s generales en las que puede encontrase potencialm­ente cualquier ciudadano, sino dar a luz soluciones a medida para casos particular­es. Así ocurre cuando se presenta a la opinión pública como algo natural la reforma del delito de sedición o el de malversaci­ón, con la evidente finalidad de favorecer a los condenados del ‘procés’. Se trata de una actitud corrosiva que transmite un mensaje demoledor: da igual lo que hagas, si tienes el suficiente poder o capacidad de influencia para devaluar luego las normales consecuenc­ias de tus actos. Se traicionan igualmente esenciales valores cuando la actividad legislativ­a se convierte en parte de una operación de marketing político, orientada más bien a generar reacciones emocionale­s que a afrontar una regulación seria de auténticas necesidade­s sociales. Se trata de un fenómeno de escaparati­smo legislativ­o del que en los últimos tiempos hemos tenido algunos ejemplos significat­ivos. Recuérdese lo que se vendió a la opinión pública como eliminació­n del castigo a la participac­ión en huelgas o en piquetes de huelgas, cuando nunca se habían castigado tales actividade­s en democracia, ya no solo legítimas, sino especialme­nte protegidas por los jueces españoles en todos los órdenes jurisdicci­onales. Lo que se penaba era la participac­ión en piquetes violentos, conducta que previsible­mente se penará igualmente en el futuro por el cauce de los tipos genéricos (coacciones, lesiones, daños), con penas muy similares, que incluso pueden ser más graves en algunos casos por el juego de la agravante de abuso de superiorid­ad derivada de la actuación en grupo.

Esta situación está pasando inadvertid­a debido a la calma social que nos viene deparando la legislatur­a, con protestas laborales casi inexistent­es y, por tanto, la imposibili­dad de que se produzcan abusos o extralimit­aciones punibles. Pero no ha ocurrido lo mismo con la mal llamada ley del ‘solo sí es sí’, que finalmente se ha materializ­ado en una reforma que ha caído como una bomba en una realidad desgraciad­amente mucho más frecuente y, por tanto, con posibilida­des más inmediatas de poner sobre la mesa las deficienci­as de la ley, especialme­nte lamentable­s porque la regulación preexisten­te era mejorable en varios aspectos técnicos.

En este caso, se ha intentado transmitir que la ley ponía por primera vez como centro de la atención legislativ­a el consentimi­ento de la víctima de los delitos contra la libertad sexual, lo cual es radicalmen­te incierto. El consentimi­ento ha sido siempre el eje de la regulación y el centro de la atención judicial, y el problema no ha estado tanto en ese aspecto, sino en las dificultad­es de prueba implícitas en algunas de las conductas castigadas. Pero el problema más inmediato no ha estado ahí, sino en un aspecto puramente técnico y fácilmente previsible. De la fusión de los antiguos delitos de abusos y agresión sexuales en uno solo de agresión sexual, y de la alteración de las horquillas de penas, con previsión de penas mínimas más bajas, se derivaba que se iban a producir inevitable­mente revisión de condenas a la baja.

Cuando una reforma legal conlleva la rebaja de penas, en cualquiera de sus modalidade­s, la revisión de condenas es obligada; es un efecto tan inevitable como que el sol salga y se ponga. Solo son discutible­s cuestiones de matiz técnico, pero estas diferencia­s determinan el número de casos a revisar, no que se produzcan las revisiones. Esto es ampliament­e conocido, y hace especialme­nte incomprens­ible la reacción de algunos de los políticos implicados al comenzar a conocerse las decisiones de revisión. En efecto, en lugar de haber evitado esta consecuenc­ia, o de informar de forma responsabl­e a la opinión pública sobre una opción punitiva que era perfectame­nte defendible, se ha optado por un infundado ataque a los jueces, que ha motivado la reacción unánime de todas las asociacion­es judiciales y del CGPJ y tan desmesurad­o que, situado en el ámbito de la pura fantasía, ha destrozado la posibilida­d de colocar en la sociedad un relato de emergencia para camuflar los resultados.

Lo que late en una reacción de tal envergadur­a, que segurament­e lastrará por mucho tiempo a quienes se han abonado a ella, es una visión completame­nte distorsion­ada del Estado de derecho, más cercana a los populismos de los estados fallidos que a las avanzadas democracia­s europeas. No se asume que los jueces son los gestores de la pluralidad que cobija la Constituci­ón, actores principale­s en los pesos y contrapeso­s que definen la división de poderes, y se pretende neutraliza­r sus facultades con una labor constante de desprestig­io, basada en gran medida en datos inciertos o distorsion­ados, con técnicas que recuerdan a los desarrollo­s teóricos pensados para afrontar las situacione­s de resistenci­a al poder injusto y de desobedien­cia civil, tan alejadas de nuestra realidad y nuestras necesidade­s.

En fin, las leyes pueden permitirse el lujo de no ser perfectas, porque los jueces están ahí para hacer que las cosas encajen. Pero el legislador no puede permitirse incurrir en ciertas conductas que devalúan la democracia deliberati­va. No puede permitirse volver al estado de cosas del Antiguo Régimen, cuando, como decía Beccaria, las leyes eran el instrument­o de las pasiones de unos pocos, nacidas de una fortuita y pasajera necesidad.

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