‘L’Orfeo’ como esencia de la ópera
‘L’ORFEO’ ★★★★☆
Música: Claudio Monteverdi. Texto: Alessandro Striggio. Dirección musical: Leonardo García Alarcón. Dirección y coreografía: Sasha Waltz. Escenografía: Alexander Schwarz. Vestuario: Bernd Skodzig. Iluminación: Martin Hauk. Diseño de vídeo: Tapio Snellman. Principales intérpretes: Julie Roset, Georg Nigl, Charlotte Hellekant, Alex Rosen, Luciana Mancini, Konstantin Wolff, Sasha Waltz & Guests, Vocalconsort Berlin, Freiburger Barockorchester. Teatro Real, Madrid
Eliminar del escenario del Teatro Real la polvorienta pomposidad con la que se ha escenificado ‘Aida’ e instalarse en la exquisita pureza de la producción de ‘L’Orfeo’, que Sasha Waltz & Guets trae hasta Madrid es un estimulante ejercicio que insufla confianza sobre un género y sobre su enorme capacidad de persuasión cuando se orienta con sensatez. Quizá algún espectador pueda recordar otros trabajos de la compañía, por ejemplo sus ‘Sacre’ y ‘Dido & Aeneas’, presentados anteriormente en el Real en una clara confirmación de la importancia de la regeneración como herramienta de supervivencia de la ópera. El asunto viene de largo y alcanza a la Venecia de ‘seicento’, cuando el género pasó de ser un asunto de corte a una cuestión empresarial y pública, y el repertorio se mantenía por sustitución amortizando los títulos según los cambios de gusto y la imposición de nuevas fórmulas. En el albor de aquellos años se sitúa la ópera de Monteverdi.
‘L’Orfeo’ diseñado por Sasha Waltz viene rodado tras su estreno en De Nederlandse Opera, de Ámsterdam, en septiembre de 2014, con dirección musical de Pablo Heras-Casado. Desde una perspectiva general se habla de ‘ópera coreográfica’ pero, en realidad, la denominación apenas revela la sustancia de un espectáculo en el que la capacidad de síntesis alcanza cotas extraordinarias, con un compromiso musical indiscutible y una visión escénica portentosa.
La propia Waltz reconoce que la presencia del barítono Georg Nigl es un punto de partida indisociable y, a la postre, uno de los referentes de la producción desde su mismo origen, lo que corrobora el poder emocional de un intérprete que se maneja con igual soltura en el repertorio contemporáneo y en el antiguo, demostrando siempre una capacidad de simbiosis realmente prodigiosa. En el caso de Orfeo significa asumir un catálogo de recursos expresivos de enorme sutileza e intensidad.
Nigl marca un vértice de ‘ L’Orfeo’ como epítome de un minucioso fluir musical, según lo disecciona en Madrid el director Leonardo García Alarcón: tan personal y tan exacto en el gesto,
Una escena de ‘L’Orfeo’
tan activo en el dibujo de muy diversos afectos. La Freiburger Barockorchester es un elemento insustituible, colocada a ambos lados del escenario con el fin de distribuir la sonoridad instrumental según las sugerencias del propio Monteverdi. El sentido naturalista del resultado es una consecuencia derivada de la propia partitura, pero no lo es tanto que el trazo sea tan detallado, que la afinación alcance semejante grado de exactitud y que el acuerdo en la concertación enmarquen con tanta claridad las escenas, con desarrollo hacia un punto culminante en la muerte de Euridice.
La ópera barroca ha sido desde las recuperaciones escénicas hechas en las primeras décadas del XX un laboratorio hospitalario a la experimentación. Muy pronto se descubrió que la abstracción entendida como operación conceptual podía ser un marco poderoso. En ese terreno crece la producción de Sasha Waltz, instalada sobre una plataforma de madera que desciende al comenzar dejando abierta una gran ventana cuyo fondo implica imágenes como sugerencia del lugar.
Waltz dice que «el espacio tiene la palabra» pero lo que verdaderamente interesa es su formalización en una coreografía que se mueve sin distinción entre la mera recreación como actor de la obra y la estricta sugerencia como elemento acompañante. El sentido de totalidad que tiene la producción se manifiesta aquí de una forma evidente, pues al gesto se incorporan el Vocalconsort Berlin y los propios cantantes, según un reparto de papeles no siempre ideal –el talón de Aquiles de la propuesta– a excepción hecha de alguna aportación como la de Julie Roset, y en el final los músicos. El poder de las imágenes es innegable, el sentido de la belleza es superlativo, más aún, si cabe, una vez que Orfeo desciende al mundo de los muertos y al infierno, porque entonces el valor de la luz, de las sombras y del movimiento convierte la escena en algo sobrecogedor.