ABC (Nacional)

14 pintas en Doha

La Fan Zone levantada en la capital es un espacio gigantesco con pantallas enormes, un escenario apabullant­e e incluso un rinconcito para el alcohol

- PÍO GARCÍA

Ala entrada de la Fan Zone de Doha, un guardia de seguridad bajito y gordinflón, de movimiento­s eléctricos, repite a voz en grito: «¡Hayya card! ¡Hayya card!». Esa tarjeta, obligatori­a para todos los visitantes mundialist­as, guarda los datos de cada persona: el nombre, los apellidos, la nacionalid­ad, la edad. De pronto, el guardia se gira violentame­nte y corre detrás de un chaval (rubio, delgado, un metro ochenta) que se le ha escapado. Lo pilla y, con ayuda de la Policía, lo manda fuera del recinto sin contemplac­iones. Sus amigos lo esperan con cara de estupefacc­ión. Venían a ver el partido de Estados Unidos contra Gales en las pantallas gigantes, pero no les dejan entrar porque no todavía no han cumplido 21 años. Solo podrían acceder al recinto si fueran acompañado­s por sus padres, en plan familia feliz que va a pasar un día al parque de atraccione­s. «Esto es incomprens­ible», protesta ruidosamen­te Derryl, el joven expulsado. Pero no le sirve de nada. Las órdenes son las órdenes y la Policía no negocia. A su lado, como reprimiend­o una sonrisilla, entra un niño de unos siete años acompañado por su padre.

El cronista consigue acceder porque hace ya mucho que cumplió los 21 y además lleva la acreditaci­ón colgando. Pasa obedientem­ente los controles de seguridad y descubre una explanada inmensa, desde la que se contempla el futurista ‘sky-line’ de Doha. Hay un edificio que se va iluminando con las banderas de todos los países participan­tes, aunque cuando le toca a España las rayas aparecen en vertical y no en horizontal. En la Fan Zone han colocado varias pantallas gigantes, diseminada­s por aquí y por allá, y la atronadora voz de los narradores, en inglés, se cuela por todas las esquinas. En el pabellón de Qatar Airways han puesto unos futbolines. En el de Ooredoo, una compañía telefónica, los asistentes prueban sus reflejos y su habilidad con el balón. Bordeando el recinto, casetas de comida y bebida ofrecen especialid­ades de los cinco continente­s y cobran los burritos a precio de caviar iraní. En el rincón de Europa, uno puede pedirse unas patatas bravas por 25 riales qataríes (unos siete euros). Sin embargo, en esta zona, solo se venden refrescos y agua. ¿Y las cervezas? El cronista, que lleva una hora buscando el infierno, se lo pregunta al camarero que, en el tenderete de Norteaméri­ca, acaba de venderle un perrito caliente, del tamaño de un dedo anular, por diez euros. «Está por detrás», le responde. Y añade: «¿No quieres una coca-cola?».

En realidad, bastaba con seguir la senda de los mexicanos. Lo malo de las restriccio­nes morales es que la gente acaba lanzándose al pecado con una ansiedad de adolescent­es reprimidos y el rincón de la Budweisser, a las once de la noche, se ha convertido en un hervidero de gente zigzaguean­do ávidamente en pos de un cerveza. Cada pinta sale a 50 riales qataríes (unos 14 euros) y la sirven en vasos de plástico que los malotes van colecciona­ndo en forma de torre. Un mexicano, con la bandera atada al cuello, sale del recinto con catorce pintas apiladas, los ojillos a media asta y ese andar titubeante de los que ya han cruzado la frontera. Este cronista, dispuesto a comprobar si efectivame­nte había conseguido trasegar siete litros de cerveza en Qatar, se le acerca para preguntarl­e su nombre. El mexicano le mira, sonríe beatíficam­ente y por un momento parece que va a decir algo, pero en ese momento tropieza y luego, a trompicone­s, se une a un animoso grupito que canta ‘Cielito lindo’. Lleva encima una borrachera de 200 euros, pero quizá haya conseguido establecer algún tipo de plusmarca.

Viejos hits de discoteca

Cuando acaba el partido y sale un grupo musical a cantar versiones de viejos hits de discoteca, aquello parece la plaza del Zócalo. De todos los rincones salen mexicanos, aunque también se ven ecuatorian­os, felices por haber ganado en su debut, y saudíes. Son casi todo hombres, con lo que fiesta adquiere de pronto el espíritu de los antiguos bailes en los colegios de curas, con mucho entusiasmo, mucha mano alzada y mucha melancolía al final. No hay noticia de españoles por aquí, aunque Hamzi, un iraquí cuyo hermano vive en Madrid, lleva una camiseta de la selección, y Rafael, un ecuatorian­o de Guayaquil, residente en la capital de España, va envuelto en la bandera roja y amarilla porque se lo prometió a un amigo que no pudo venir a Qatar. A la una de mañana, la música cesa y los diferentes grupitos nacionales tratan de prolongar la fiesta entonando sus respectivo­s himnos, pero sin éxito. Pacienteme­nte, como antiguos pastores bien entrenados en el acarreo de rebaño, la Policía va desalojand­o la Fan Zone con la ayuda de unos bastones de luz. No hay incidentes ni protestas, aunque la entrada más cercana de metro está siempre cerrada y la siguiente estación queda a casi dos kilómetros. Son casi las dos de la mañana y el termómetro marca 23 grados. Es este un desfile triste, de retirada, aunque todavía se escuchan cánticos por las calles de Doha. El metro parece cada vez más lejos, casi inalcanzab­le. Al mexicano de las 14 cervezas se le va a hacer duro llegar al hotel.

Casetas de comida y bebida ofrecen especialid­ades de los cinco continente­s y cobran los burritos a precio de caviar iraní

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// PÍO GARCÍA La animada Fan Zone de Doha la noche del lunes

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