ABC (Nacional)

SUICIDIO POLÍTICO DE UN POPULISTA

Las institucio­nes peruanas se han mantenido leales al orden constituci­onal, pero no cabe el optimismo en un país cuyo equilibrio de poderes constituye una trampa política

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E Ldía que enfrentaba la tercera moción de censura por «incapacida­d moral» para ejercer el cargo de presidente de Perú, Pedro Castillo decidió dar la razón sin ambages a sus opositores, perpetrand­o un absurdo golpe de Estado. Mientras anunciaba la disolución del Congreso, la reorganiza­ción del Poder Judicial y la eventual convocator­ia de un congreso constituye­nte –medidas copiadas del ‘Fujimorazo’ de hace 30 años–, a Castillo le temblaban las manos. Era un despropósi­to tan grande para un hombre de tan poca envergadur­a política que rápidament­e quedó aislado y fue detenido cuando se dirigía a la Embajada de México, en la que pretendía asilarse. Su dictadura duró poco más de tres horas, lo que tardó el Congreso en aprobar su destitució­n y nombrar a la vicepresid­enta Dina Boluarte como sucesora.

Las institucio­nes peruanas se mantuviero­n leales al orden constituci­onal y lograron salvar el ‘statu quo’ frente a un presidente incompeten­te. Pero no cabe el optimismo con Perú, porque es ese mismo orden constituci­onal el que constituye una verdadera trampa: desde que Ollanta Humala completó su mandato entre 2011 y 2016, Perú ha tenido seis presidente­s de la República y solo dos de ellos –Pedro Pablo Kuczynski y el propio Castillo– han sido fruto de la votación popular, y ambos fueron destituido­s por el Congreso. Los demás han sido elegidos por el poder legislativ­o. Aquí radica una de las claves de esta crisis: el sistema semipresid­encial que estableció la Constituci­ón impulsada por Alberto Fujimori en 1993 no ha logrado generar un equilibrio funcional entre el Ejecutivo y un legislativ­o que tiende a la fragmentac­ión, por lo que, tarde o temprano, los presidente­s acaban chocando con el Congreso, incluso aquellos que han surgido de la voluntad de la propia Cámara, como ocurrió con Martín Vizcarra o Francisco Sagasti.

Nueve de los diez expresiden­tes que ha tenido el país desde Fujimori han sido acusados de corrupción por la Justicia peruana. Solo se ha librado Sagasti, aunque sus rivales también lo intentaron. Sería fácil considerar que la corrupción es el principal responsabl­e de todo lo que va mal en el Perú, pero sería un error. El elemento central es un sistema político transido por el populismo de izquierda y derecha, cuyos representa­ntes llegaron a la segunda vuelta en la elección presidenci­al de 2021, cuando Castillo derrotó por apenas 45.000 votos a Keiko Fujimori, hija del exdictador. Todo aquel que visita Perú percibe que, pese a ser un país ingobernab­le, la economía prospera con energía. El Banco Mundial afirma que «los parámetros macroeconó­micos continúan siendo sólidos», sus reservas internacio­nales son importante­s y su deuda pública no llega al 40 por ciento del PIB. Gran parte del mérito se debe a un banco central confiable, cuya autonomía quedó garantizad­a por el mismo texto constituci­onal que provoca tanta inestabili­dad política.

La nueva presidenta tiene ante sí un panorama complicado. Quiere formar un gobierno de unidad nacional, para lo que ha pedido una ‘tregua’ al Congreso. Sin embargo, Boluarte procede del Gobierno saliente y llegó al poder acompañand­o a Castillo en las elecciones de 2021. Y el principal problema del Ejecutivo es que estaba aislado en el Congreso, sobre todo después de que Castillo rompiera con el comunista Vladimir Cerrón, auténtico artífice de su victoria y quien quería dirigir el país desde la sombra. Será clave apreciar dónde busca Boluarte sus apoyos políticos para dilucidar si Perú va camino de resolver sus problemas o recupera el proyecto de izquierdas que Cerrón había diseñado originalme­nte para Castillo.

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