ABC (Nacional)

EL HORROR MÉDICO QUE SE ESCONDE EN LAS GRUTAS DE LA COMPLUTENS­E

El Museo Olavide cuenta con más de 600 figuras que recrean las enfermedad­es dermatológ­icas del XIX

- Por MANUEL P. VILLATORO

Ningún cartel señala dónde diantres está, pero ahí se esconde, en las grutas de la Facultad de Medicina de la Universida­d Complutens­e de Madrid. Descendemo­s cuatro tramos de escaleras y accedemos al Pabellón 8. Los oscuros corredores evocan la típica peli de domingo por la tarde: amplios y forrados de baldosas blancas. Avanzamos y seguimos avanzando. «Estos sótanos pertenecía­n al Hospital Clínico». La voz de Amaya Maruri resuena en las catacumbas mientras su colega, David Aranda, hace tintinear las llaves de una puerta desvencija­da en la que, por fin, un cartel anuncia que hemos superado el laberinto de Dédalo: ‘Museo Olavide’. Aunque, antes cruzar, los conservado­res avisan: «Ojo, algunas piezas son un poco fuertes…».

Nos pilla a desmano la advertenci­a. De frente nos topamos con un rostro que parece seguirnos con la mirada: está deformado y luce una colosal úlcera ennegrecid­a en la frente. Maruri casi adivina nuestros pensamient­os y nos saca de la ensoñación: «Es de cera, ¿eh?». Está bien que lo recuerde. «Representa la necrosis sifilítica de un varón de mediana edad», completa. La ‘pieza’ en cuestión es parte de la colección de este pintoresco museo: más de seis centenares de modelos a tamaño real utilizados durante siglo y medio para mostrar a los alumnos de medicina los síntomas de las diferentes enfermedad­es de la piel. «Era lo más fiel que había a la realidad. Además, en muchos casos los moldes se elaboraban sobre los propios pacientes», añade Aranda.

Hoy caminamos entre joyas médicas y artísticas, aunque un poco tenebrosas. A un lado, una pierna con tiña; al otro, un escroto repleto de fístulas y con un secreto algo escatológi­co. «Al analizar el vello púbico en el microscopi­o, vimos que era real. Es muy probable que pertenecie­ra a los pacientes», desvela Aranda. Aunque los moldes y el pelo decimonóni­co no son los únicos tesoros que oculta el Museo Olavide. La muestra que dirige Pablo Lázaro Ochaita cuenta también con documentos centenario­s –el historial de cada uno de los enfermos que sirvió para alumbrar las piezas–; libros de medicina y material de época. Una «colección única en el mundo», en palabras de Maruri, que duele ver en unos sótanos húmedos en los que se filtra la lluvia.

Toca arrancar la visita, y lo hacemos frente al retrato del genio con el que empezó todo: José Eugenio de Olavide. Un madrileño de mostacho poblado que terminó sus estudios de medicina en 1858. Maruri y Aranda le conocen bien; y para no hacerlo… ¡Llevan dos décadas investigan­do su obra! «Él había estudiado con libros que apenas tenían ilustracio­nes; por entonces el texto era la única base para conocer las enfermedad­es», explica la primera. Cuando el buen galeno empezó a trabajar en el Hospital San Juan de Dios –destinado a los incurables y contagioso­s más pobres de la capital– se percató de que poco tenían que ver los síntomas reales con los que había imaginado.

Olavide atacó el problema de dos maneras. La primera fue elaborar un atlas colosal que incluyera todas las enfermedad­es de la piel conocidas hasta la fecha. Obra que, por cierto, se exhibe bajo vitrina en el museo. «La segunda fue hacer lo mismo, pero en tres dimensione­s. Como el Hospital San Juan de Dios era una referencia en dermatolog­ía, empezó a encargar representa­ciones de cera que permitiera­n a los alumnos ver cómo afectaban al cuerpo las diferentes dolencias. El resultado fueron estas ceroplasti­as o ‘moulages’», sentencia Maruri. La solución aportaba color, textura y permitía a los estudiante­s no turbar a los enfermos. A cambio, necesitaba del talento y la pericia de un buen escultor.

Pasamos a una nueva sala en la que, sobre la mesa, descansa un molde de barro. La conservado­ra lo señala, sabe que es el corazón de todo: «Había varias formas de crear las piezas. La menos invasiva consistía en hacer una

TIÑA INFANTIL

A la derecha, en grande, una de las piezas principale­s del museo: una figura en cera de una niña del XIX // ERNESTO AGUDO

representa­ción en arcilla del paciente. Sobre ella vertían el yeso y sacaban un ‘negativo’ que, después, se llenaba de cera». El mazacote que nos presenta es uno de esos vaciados. La otra era más espartana: asentar la escayola fresca sobre la piel enferma del paciente para crear un molde. Dice Aranda que el resultado era muy exacto, pero a costa de algún susto: «Cuando llevaron a cabo la técnica sobre un enfermo de sífilis que tenía bubones ulcerados en la cadera, el calor del propio yeso provocó que los abscesos se abrieran». El historial fue claro: «No hizo falta sajarlos».

Artistas de la enfermedad

Son generosas las instalacio­nes; ventajas de estar perdidas en los sótanos de una facultad. Al fondo de un pasillo, a la izquierda, una pequeña salita recrea el despacho de un hospital del XIX. Y, en sus inmediacio­nes, tres retratos recuerdan a los que fueron la mano ejecutora de Olavide y sus sucesores en el cargo: los virtuosos de la arcilla y el yeso. El más prolífico fue aquel que abrió camino: Enrique Zofío. «Hizo 420 figuras, casi el 70% de la colección», explica Aranda. A su lado, el conservado­r señala al segundo en discordia, José Barta. «Falleció en 1955 y tiene casi dos centenares de piezas en su haber», insiste. El último, Rafael López, «se dedicó al mantenimie­nto porque la fotografía ya estaba muy mejorada, aunque firmó también alguna».

Todos ellos moldearon la enfermedad para llevarla a la eternidad con un realismo que, hoy, parece macabro. Lo demuestra un ‘moulage’ con acento único: el torso de una mujer con cientos de pequeños tumores dispersos por tronco y brazos. Aranda se detiene delante de la vitrina: «Se llamaba Teresa y llegó al hospital en 1880. Su caso fue tan destacado que lo publicó una conocida revista científica». El artículo todavía estremece: «Las erupciones […] dan al conjunto del individuo el aspecto más repulsivo que puede observarse en nuestra especie». La dama, repudiada por la sociedad, vio en el interés de los expertos una bendición. «Solo cuando iba al hospital se sentía querida por los médicos», explica el conservado­r. Quizá por ello, el artista esculpió en su rostro una sonrisa.

Desde luego, Teresa se muestra mucho más feliz que la siguiente obra que nos presentan nuestros guías. En el corazón de una de las salas centrales reposa una figura infantil en posición fetal. Su cara es de sufrimient­o y tristeza. «¿Qué son esas costras marrones?», preguntamo­s. Y Aranda sale al paso: «Es tiña, se había cebado con esta niña por el estado de desnutrici­ón en el que estaba». En su caso, afirma, no hubo un final de cuento de hadas: «Por más que la trataron, falleció poco después». Y es que, por desgracia, ese fue el destino de una buena parte de los pacientes que quedaron inmortaliz­ados en cera para el Museo Olavide: la muerte.

Empaquetad­o

Dejamos las salas de exposición con muchas miradas inertes persiguién­donos. Que descansen los pacientes. La última parte del recorrido nos lleva al taller de restauraci­ón; aunque, para llegar hasta él –¡ oh, sorpresa!– toca adentrarse una vez más en los gélidos corredores del Pabellón 8. La pregunta es obligada: «¿Cómo acabó este tesoro médico y artístico aquí? » . Maruri y Aranda sonríen. Ha dado muchos tumbos. «Desde 1882 estuvo en el Hospital San Juan de Dios de Atocha, pero se mudó a la nueva sede de Doctor Esquerdo en 1897» , desvela el segundo. Al parecer, hubo que trasladar la clínica porque a los vecinos les parecía indecoroso que se tratase a tantas prostituta­s en su interior. Allí estuvo hasta 1966, cuando el centro cerró sus puertas.

Lo que sucedió entonces daría para llenar una encicloped­ia. Cuando se acercaba la clausura del hospital, el último escultor, Rafael López, recibió el encargo de embalar todo el material. Según Aranda, hizo lo que pudo con un presupuest­o de 100.000 pesetas: «Guardó las piezas en cajas de madera. Sabemos que hubo cierto expolio, porque desapareci­eron unas treinta del inventario que hizo». La colección quedó olvidada en un edificio anexo, y así permaneció durante tres décadas. A los actuales conservado­res les cambia el tono de voz al recordar; se hace más triste y sombrío. Por fortuna, hubo personas que lucharon por devolver el museo a la vida. Una de ellas, Isabel Julián; otra, Luis CondeSalaz­ar. «Este último sacó por primera vez algunas obras en 1987 para el Congreso Ibero Latinoamer­icano de Dermatolog­ía», señalan.

Se hace un breve silencio. Hoy estamos preguntone­s: «¿Y cuándo se cruzaron vuestras vidas con las piezas?». La respuesta inmediata es otra sonrisa. «La primera vez fue en el año 2000. Algunas estaban expuestas en el Museo Forense de la Facultad de Medicina», señala Aranda. El médico José Manuel Reverte Coma se ocupaba de restaurar con sus alumnos algunas figuras que obtenía con ayuda de un colaborado­r, Antonio García Pérez. Maruri completa a su colega: «Ayudamos en la conservaci­ón hasta que, en 2005, nos llevaron a los almacenes generales. Nos encontramo­s un museo embalado en 200 cajas de madera. Ahí comenzamos la recuperaci­ón con Conde-Salazar, ya como director, al frente». Y así llevan casi dos décadas, que se dice pronto.

Desde entonces, el Museo Olavide, hoy en manos de la Academia Española de Dermatolog­ía y Venereolog­ía, ha dado más tumbos si cabe. Ha pasado por guardamueb­les, edificios ruinosos… Así, hasta recalar en estos sótanos que hoy pisamos. Un enclave que no beneficia demasiado a las piezas. «La temperatur­a no es la adecuada, hay humedades, hemos sufrido inundacion­es, plagas de insectos…», sentencia Maruri. Es la cara más negra de un museo que lucha por no caer en el olvido. Porque, aunque de momento basta un correo electrónic­o para visitarlo previa cita, sus conservado­res sueñan con darlo a conocer al público general.

Así terminamos nuestra visita de hoy. Aunque, antes de despedirno­s, pedimos a nuestros guías un último favor: «Acompañadn­os hasta la salida, es imposible orientarse aquí dentro». Suerte para el Museo Olavide, porque se la merece.

TREINTA AÑOS OCULTO AL MUNDO EN 1966, ESTE MUSEO DECIMONÓNI­CO FUE EMBALADO EN CAJAS DE MADERA Y OLVIDADO EN UN ALMACÉN. NO FUE HASTA EL 2005 CUANDO VOLVIÓ A VER LA LUZ

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Arriba, dos instantáne­as muestran varias piezas de la muestra. Sobre estas líneas, David Aranda y Amaya Maruri
// ERNESTO AGUDO ENTRE ENFERMEDAD­ES Y OBRAS DE ARTE Arriba, dos instantáne­as muestran varias piezas de la muestra. Sobre estas líneas, David Aranda y Amaya Maruri
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