ABC (Nacional)

Bonsoir Tristesse

Un supermerca­do de noche es un lugar extraño, alejado del ajetreo de la mañana y convertido en centro logístico, en aeropuerto de ciudad

- JOSÉ F. PELÁEZ

Son las doce y media de la noche de un jueves de abril. En Madrid ya no hace frío –nunca lo hace–, pero aún no ha llegado el calor de mayo, ese calor de terraza castiza que te explota en la frente como un gladiolo. En la glorieta de Quevedo hay un supermerca­do abierto veinticuat­ro horas y algunos días paro a coger un sándwich cuando salgo de la radio. Hoy es uno de esos días. Hay algo triste en comprar a estas horas, pero sé que el exceso de adrenalina no me va a dejar dormir.

Y no he cenado. Un supermerca­do de noche es un lugar extraño, muy alejado del ajetreo de la mañana y convertido a la vez en centro logístico, en aeropuerto de ciudad secundaria y en punto de encuentro de ‘riders’. A pesar de todo, es tranquilo. Eso tiene la tristeza, que siempre es tranquila. En los pasillos hay jóvenes borrachos, turistas buscando cosas que no logro descifrar y mozos de almacén empujando enormes carritos llenos de cajas vacías, como ‘ homeless’ de interior. También está Franklin, un mulato caribeño con el pelo corto y un carrito en cuyo interior asoma la cabeza un niño pequeño, muy pequeño, no sé la edad exacta, lo suficiente­mente mayor como para sostenerse solo y lo suficiente­mente pequeño para no enterarse de lo que sucede. El chaval tiene un chupete y lucha por no quedarse dormido. Un niño de su edad debería llevar cuatro horas dormido, cuatro horas soñando, entre sábanas limpias, sábanas planchadas, sábanas con un ángel de la guarda bordado y cierto olor a madre. No es el caso. Por algún motivo está aquí, dentro de un carro sucio que su padre empuja mientras intenta comprar algo. No tengo muy claro cuál es la situación, pero me invade, de pronto, una pena terrible, una pena de soledad y orfanato. No es hora para que un niño esté en la calle y no hay nada que me produzca tanta lástima como un niño al que le roban la vida y la calma en la madrugada de un jueves de abril.

Sospecho que el padre necesita comprar algo y no quiere dejar al niño solo en casa. O quizá acaba de cogerlo, no quiero saber de dónde. No quiero saber cuántas horas ha trabajado hoy ni la culpa que empuja junto al carro. Algo en la escena me hace pensar que no hay madre esperando en ningún lugar. Quizá divorciado, quizá viudo, quizá todavía en Dominicana. En realidad, en este lugar no hay nada parecido a una mujer, no hay nada remotament­e femenino en kilómetros a la redonda: solo cajeros, mozos de almacén, reponedore­s, repartidor­es, borrachos, hombres tristes, niños solos y yo, que miro al chaval como quien mira a una gacela herida. Quiere dormir. Él y yo sabemos que echa de menos a su madre y algo me dice que no es la primera vez que se pasa la noche de un lado para otro. Tampoco será la última.

En la cola de las cajas anuncian los turnos muy rápido y el padre pierde varias veces su oportunida­d. Duda, les empujan levemente, se les cuelan, me miran y sonríen. Les devuelvo la sonrisa y sigo a lo mío para defenderme. El padre no saber hacer esta cola, no se adapta al súper y creo que tampoco a Madrid. No sé cómo va a acabar la noche de este niño, no tengo ni idea de cómo va a terminar su vida, pero me la imagino. Y acordándom­e de mi hija, de mi madre y viéndome a mí mismo como un niño huérfano me pierdo por Eloy Gonzalo. Y me retumba Miguel Hernández en los lagrimales: «Vuela niño en la doble luna del pecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre».

En los pasillos hay jóvenes borrachos y turistas buscando cosas que no logro descifrar

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EFE
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