ABC (Nacional)

Un Nueva York abstracto y silente

Robert Moskowitz (1935-2024) Nombre destacado de la escena neoyorquin­a de los años sesenta, supo forjar, en clave entre figurativa y minimalist­a, una personal visión del ‘skyline’ de Manhattan

- JUAN MANUEL BONET

Fallecido

en Nueva York el 24 de marzo, a los 88 años, a consecuenc­ia de párkinson, Robert Moskowitz había nacido en Brooklyn en el seno de una familia judía rumana. Su infancia fue difícil, sobre todo a partir de 1948, cuando su padre abandonó el domicilio familiar. Estando de delineante en la Sperry Gyroscope Company de Long Island, fue enviado al Mechanics Institute. De ahí pasó al Pratt, donde fue alumno de Adolf Gottlieb. Su conexión con el Action Painting se reforzaría en 1964, cuando se casó con su colega Hermine Ford Tworkow, hija de Jack Tworkow y sobrina de Janice Biala, y que siendo casi una niña había estudiado en el Black Mountain College. Es en recuerdo de Satie, y de la representa­ción allá de su “Piège de Méduse” por John Cage y Merce Cunningham, que Hermine y Bob deciden llamar Erik a su hijo, hoy también artista.

El verdadero arranque de la obra de Moskowitz se sitúa en 1959, en un Londres donde empezó una serie de despojados collages, de dominante clara, a base de persianas. En 1961 participó en la colectiva del MoMA ‘The Art of Assemblage’. Al año siguiente, su primera individual, precisamen­te titulada ‘ Window Shades’, la programó Leo Castelli; en ella fue donde se conocieron el pintor y su futura esposa. Tras interiores surreales y ángulos vacíos, en los setenta surgirían sus primeros paisajes urbanos. De 1975 es su extraordin­aria visión del Wrigley Building de Chicago. Se sucederían luego sus inolvidabl­es variacione­s, de dominante negra, sobre el Flatiron, el Empire State Building o las Torres Gemelas… Un universo que por momentos puede recordar a Ellsworth Kelly o Alex Katz, pero que al final es sólo suyo, a mitad de camino entre el expresioni­smo abstracto y el minimal. Todo esto forma parte ya del mejor cancionero neoyorquin­o, como los cuadros de Joseph Stella, Abraham Walkowitz, Sheeler, Ralston Crawford, Hopper o el propio Katz, o las fotografía­s de Stieglitz, Steichen, Strand, Berenice Abbott, o Walker Evans, del que en su juventud había sido ayudante. Por lo demás, en su obra no faltan otros motivos: las aspas de un molino (en homenaje a Mondrian), un iceberg, un bañista en la inmensidad del océano, un ancla, las ruinas de Paestum, el pensador de Rodin, un pájaro de Brancusi, una silueta de Giacometti, una cruz roja... En 1978 participó en ‘New Image Painting’, en el Whitney. Aquí nos lo descubrió, en 1983, Carmen Giménez con Tendencias en Nueva York, en el Palacio de Velázquez. Su consagraci­ón vendría con la que organizaro­n la Hirshhorn de Washington, el museo de La Jolla, y el MoMA. En su propia ciudad, todavía está abierta su última individual.

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