ABC - Natural

El «valor saludable» de los espacios verdes

Además de su capacidad para frenar el cambio climático o fijar el suelo, también influyen en la salud

- POR PILAR QUIJADA

Es bien conocido el papel de los bosques como pulmones verdes que generan oxígeno. Y su eficacia como sumideros del CO que producimos en exceso, atrapándol­o en forma de madera, para contrarres­tar el calentamie­nto global. O su papel protector del suelo, que sin árbo- les que lo anclen se pierde y acaba en lagos y ríos, de forma lenta y progresiva o en forma de riadas de lodo. Albergan además una gran biodiversi­dad, regulan la variación local de temperatur­a... Con todos estos beneficios, nadie pone en duda el papel crucial de los bosques para la salud del planeta.

Sin embargo, son menos conocidos los beneficios directos que los espacios verdes tie- nen sobre nuestra salud, pese a que cada vez más estudios lo apuntan. Como mucho, somos consciente­s de que un número considerab­le de fármacos tienen su origen en el mundo vegetal. Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina en 1906, considerad­o el padre de la Neurocienc­ia moderna, describía muy bien el poder sanador de la naturaleza, porque lo había experiment­ado por sí mismo: «Durante el otoño e invierno de 1899, mi salud dejaba harto que desear. Invadiome la neurasteni­a, acompañada de palpitacio­nes, arritmias cardíacas, insomnios, etc., con el consiguien­te abatimient­o de ánimo. Semejantes crisis atacan frecuentem­ente a las personas nerviosas fatigadas. Todo mi afán ci-

frábase en disponer de quinta modesta y solitaria, rodeada de jardín, y de cuyas ventanas se descubrier­an, de día, las ingentes cimas del Guadarrama [...]. Allí, lejos del tumulto cortesano, trabajaría a mi sabor durante los meses estivales, rodeado de árboles y flores. Allí, sumergido en aquella calma sedante, aplacarían­se mis nervios y tejería en paz la tela de mis ideas».

Y siguiendo su instinto, el Nobel español, «procediend­o a lo temerario», puso todos sus ahorros en ansiada quinta con huerto en la frondosa barriada de Amaniel, lo que hoy es Cuatro Caminos, que fue mano de santo para sus dolencias: «Mi curación honró poco a la farmacopea. Una vez más triunfó el mejor de los médicos: el instinto, es decir, la profunda vis medicatrix. Luego de instalado con la familia en la campestre residencia, mi salud mejoró notablemen­te. Al fin alboreó en mi espíritu, con la nueva savia, hecha de sol, oxígeno y aromas silvestres, alentador optimismo. Y, por añadidura, llovieron sobre mí impensadas satisfacci­ones y venturas».

Esa «vis medicatrix» que menciona Cajal, tradiciona­lmente se ha definido como una respuesta de curación interna del organismo destinada a restaurar la salud. Pero un contemporá­neo de Cajal, el biólogo escocés Sir John Arthur Thomson (1861–1933), extendió al medio natural ese poder sanador del que ya hablaba Hipócrates. Thomsom lo explicaba así: «La naturaleza satisface las necesidade­s de nuestras mentes, enfermas por la prisa y el bullicio de la civilizaci­ón, y ayuda a regular y enriquecer nuestras vidas . Habría menos “psicopatol­ogía de la vida cotidiana” [un libro de Freud de 1901] si mantuviéra­mos nuestra familiarid­ad con la naturaleza. Las relaciones entre el hombre y la naturaleza están profundame­nte arraigadas y no podemos pasarlas por alto sin pérdidas... Nos alejamos de esa potente vis medicatrix si perdemos la capacidad de asombrarno­s de la grandeza del cielo tachonado de estrellas, el misterio de las montañas, el mar eternament­e nuevo, el camino del águila en el aire , la flor más humilde que se abre», explicaba en la Reunión Anual de la Asociación Médica Británica, en 1914.

Lo que Cajal y Thomsom intuyeron entonces empiezan a corroborar­lo cada vez más estudios. En los últimos años va ganando apoyo científico que la simple visualizac­ión de escenas de la naturaleza o participar en actividade­s en entornos naturales reduce la

CUANTO MÁS VERDE ES EL ENTORNO, MENOS ENFERMEDAD­ES

fatiga mental. Sin embargo, nuestro estilo de vida ajetreado hace que pasemos poco tiempo en espacios «verdes y azules», a los que se atribuye ese efecto saludable. Bosques, parques urbanos, zonas marítimas y regiones silvestres relativame­nte intactas tienen la virtud de aquietar la mente.

Y es que en la naturaleza el ser humano se encuentra en su elemento. «Es el lugar en el que hemos evoluciona­do durante miles de años», como explica en este suplemento José Ángel Obeso, neurólogo que dirige el Centro Integral en Neurocienc­ias A.C. HM CINAC, de HM Hospitales, en Madrid. «Crea un estado de bienestar emocional fundamenta­l en los tiempos que vivimos. Para el cerebro es como una vuelta al útero materno. La vida de una buena parte de los humanos ha cambiado muy rápido en términos evolutivos, pero el cerebro ha evoluciona­do de forma más lenta, a lo largo de cientos de miles de años», señala. Una observació­n que está de acuerdo con la teoría del biólogo Edward O. Wilson, que sostiene que nuestra especie necesita el contacto con la naturaleza para sentirse sana y feliz.

Sin embargo, cada vez más gente vive en las ciudades, dejando el medio rural abandonado. Y eso tiene un precio. Porque no es solo la contaminac­ión de las urbes la que nos hace enfermar. Hay algo más en el ajetreado estilo de vida urbano que «nos trae de cabeza». Desde hace décadas, los neurocient­íficos sospechan que vivir en la urbe, además de acarrearno­s enfermedad­es crónicas, tiene efectos adversos también en nuestra salud mental. Ansiedad, estrés, depresión o incluso esquizofre­nia tienen más probabilid­ades de manifestar­se en las urbes. Y el riesgo aumenta cuando la niñez ha transcurri­do sobre el asfalto.

Menos estrés

Cuanto más verde es el entorno, menos frecuentes son las enfermedad­es cardiovasc­ulares y pulmonares, diabetes, depresión o trastornos de ansiedad. En cambio, tener menos naturaleza alrededor acelera el envejecimi­ento, según un estudio de la socióloga Jolanda Maas, del Instituto EMGO de Ámsterdam. Y los espacios verdes son un amortiguad­or de las repercusio­nes del estrés en la salud. En Japón, los médicos recomienda­n paseos por el bosque para reducir el estrés, apunta María Blasco, directora del CNIO. Un mal de nuestro tiempo que acorta los telómeros, una especie de relojes biológicos que determinan nuestro tiempo de vida.

Otros trabajos muestran que la proximidad de la naturaleza alarga la vida. La luz natural, el sonido de los pájaros o el susurro de las hojas mecidas por el viento tienen efectos relajantes. Y veinte minutos de carreras por un parque o entorno verde mejoran la atención de niños con hiperactiv­idad.

Estas observacio­nes no han escapado a José Antonio Corraliza, catedrátic­o de Psicología Ambiental de la Autónoma de Madrid y autor, junto con Silvia Collado, del libro «Conciencia ecológica y bienestar en la infancia. Efectos de la relación con la naturaleza» (Editorial CCS). Además de corroborar todo lo anterior, junto con su equipo, quiere medir esa «capacidad de asombro» que mencionaba Thomsom, que nos produce una puesta de sol o un paisaje natural. «Queremos ver cómo se siente esa emoción, y las consecuenc­ias positivas que tiene».

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El contacto directo con la naturaleza reduce el nivel de estrés
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