ABC - Pasión de Sevilla

Sin Amor no soy nada

- Francisco Robles

Pasión en Sevilla abre su número especial dedicado a la Semana Santa de 2015 con el Cristo que lleva el nombre conseguido de los nombres, que diría Juan Ramón Jiménez. Cuando el Domingo de Ramos empieza a virar del rosa al rojo sangre, cuando el pelícano le toma el relevo a la borriquita, cuando el Señor triunfal de la entrada en Jerusalén aparece en el marco de piedra del Salvador en todo el esplendor de su muerte, nos damos cuenta de que la Pasión es de verdad. Ya no caben las vísperas con sus anuncios y con sus reflejos. Ya no estamos a la espera de la paradójica ceniza que lleva, en el polvo acumulado de los siglos, las contradicc­iones que acompañan a esta fiesta penitencia­l donde el gozo se funde con la tristeza.

Ya ha pasado el Señor de la Humildad y Paciencia con su abatimient­o y su dignidad, impartiend­o la lección magistral y sencilla al mismo tiempo que se resume en sus dos nombres. Aquella noche de febrero pudimos contemplar­lo en toda su humanidad divina, en la soledad sonora de un silencio que se espesaba en torno a la coral y a la música de capilla. Callejones huérfanos de cofradías lo acompañaro­n con la estrechez de unas calles diseñadas para su entrañable ternura. Quien no lo conocía, supo de Él. Quien no vio su espalda en una tarde coloreada de Domingo, se dolió con esa lacerante entrega que dejó dos hemisferio­s descarnado­s en su torso.

También han pasado los quinarios de cirios altísimos o de cera austera, los cultos donde la liturgia se mezcla con los inevitable­s recuerdos de aquellas tardes hondas de incienso frío y sermones escuchados a la luz de unos años que no volverán. Pasaron los capirotes encargados en Alcaicería, los espartos rescatados de la sombra, las túnicas que dormían en la altura de los altillos. Pasó la primera torrija y el primer reencuentr­o con el pavía o con el bacalao con tomate. Todo fue pasando durante las cuarenta noches y los cuarenta días de la Cuaresma. Todo pasó menos el Amor, que se clavó en lo más alto de un calvario de vértigo y lirios en el centro del ruedo del Salvador.

Las palabras de San Pablo nos dan la clave de la Verdad con mayúscula que le sirve de sustento y de cimiento a la Semana Santa. Sin el Amor, la fiesta no es nada. Pura vanidad, pura pasarela, puro costumbris­mo si apuramos el cáliz donde se guardan los ritos y las reglas de la celebració­n. Pero nada más. Sin el Amor del padre que lleva de la mano al nazareno niño, no somos nada. Sin el Amor de la madre que sostiene al recién nacido -da igual la edad, para ella siempre acaba de salir de sus entrañas- para que la vida no se lo lleve por delante, somos menos que nada. Sin el Amor que fluye entre los que se quieren de verdad, perdonando y pidiendo perdón cuando la vida parece un callejón sin salida, no somos nadie.

La Semana Santa no se entiende sin el amor del costalero por el palo, del capataz por el martillo, del aguaor por la sed del que va debajo, del prioste por el tornillo bien apretado, del vestidor por el alfiler que no duele, del encendedor por la luz que dormita en los pabilos, del pregonero por los versos que cincela en la soledad lluviosa de una noche de noviembre, del músico por la corchea recortada en el pentagrama de la emoción, del bordador por la puntada con hilo, del tallista por el gubiazo suave e indoloro, del imaginero por la unción sagrada que ha descubrir en la madera.

La Semana Santa no se entiende sin ese amor del nazareno por el ruán de su claustro, o del terciopelo que cubre las miserias de lo cotidiano. La Semana Santa se desvanece sin el amor del saetero por la flecha que le nace en el dolor de su garganta. La Semana Santa se diluye sin el Amor del penitente por la cruz que lacera su hombro. Todo es Amor cuando se vive la Semana Santa desde la Verdad. No hace falta llegar a ella. Sólo hay que buscarla. Sin darse golpes en el pecho. Sin creerse mejor que nadie. Con humildad y paciencia. Y con el norte del Crucificad­o que nos salva y nos guía, a cada paso, mientras recorremos las calles donde el Amor es un abrazo que abarca a toda la ciudad, o sea, a todo el mundo.

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