Memoria y olvido
no. El tiempo ha sido la bayeta que ha limpiado el polvo de los viejos rencores. Además del perdón, el olvido. Que eso sí que es grande. La hermandad celebra su historia centenaria sin abrir las heridas que han ido cicatrizando hasta dejar una leve huella en los libros, que es el lugar exacto donde habita la historia. La memoria, en cambio, es personal e intransferible. Cada uno cuanta la feria, y la Semana Santa, según le va. Por eso mezclar memoria con historia es como rebujar el agua con el aceite. Imposible. Pura demagogia al servicio de los que quieren ganar hoy lo que otros perdieron, y sufrieron, ayer.
Cuatro siglos y medio derramando ese olor suave, esa forma de entender la Semana Santa desde el barrio. Sevilla de azoteas y de geranios que echan sus raíces en latas de tomate. Sevilla de corrales de vecinos, de tejas y ladrillos escamondados por la tozudez de la aljofifa. Sevilla que sufría en silencio, o en el alboroto de las revoluciones, a la otra Sevilla. Al final, la Sevilla grande en la que cabe todo el mundo y por la que se pasea, azul y plata, una cofradía que no tiene solera: le sobra, que es distinto. Cuatrocientos cincuenta años y parece una chiquilla que estrena la luz cada Domingo de Ramos. El tiempo no pasa por la Magdalena que se arrodilla ante el Cristo de la Buena Muerte. Ni por los compases de las marchas que le escribieron Farfán o Marvizón a esa Virgen que huele a la flor de los naranjos que riega Doña María Coronel. Cuatro siglos y medio. Y los que quedan por venir...