Sine Labe Concepta
Apenas quedan dos meses para que se consuma este año 2015 en el que casi de puntillas, se ha celebrado el centenario de un acontecimiento histórico y religioso que tuvo gran trascendencia para la Iglesia universal. Nos estamos refiriendo a la encendida y apasionada defensa que un grupo de devotos cofrades sevillanos hizo de la piadosa creencia de la Concepción Inmaculada de María. Ya se sabe que muchas veces el pueblo inculto e iletrado, intuye verdades a las que el teólogo más versado no podrá acceder nunca. Y esta masa anónima de gente sencilla y laboriosa, que pululaba y sobrevivía en la tremenda babilonia que era esa Sevilla del siglo XVII, tenía muy claro que la Madre de Dios era pura y limpia desde el primer instante de su concepción. Cuando rezaban con los ojos encendidos de amor a la tierna y a la vez, majestuosa Virgen de los Reyes, comprendían claramente que esa Señora a la que un rey sabio dedicara un cancionero completo, no había sido rozada nunca por el más leve asomo de imperfección y pecado.
Hay que decir en honor a la verdad, que el concepto de pureza de María era algo que en siglos pasados algunos estudiosos franciscanos habían ido desarrollando y planteando. Pero los misericordiosos franciscanos se encontraban con las negativas y refutaciones de los dominicos y sus soberbias argumentaciones teológicas. Así y todo las trifulcas entre universidades y religiosos propiciaron la intervención del Papado, que sin terminar de confirmar la creencia impidieron al menos predicar en su contra.
Pero en Sevilla, y según nos narra con todo detalle el cronista Ortiz de Zúñiga, un fraile dominico del convento de Regina osa desafiar el decreto papal, y predica en contra de la Inmaculada Concepción. Las palabras del irreverente corren como la pólvora y empiezan los dimes y diretes, y hasta las coplillas y las agresiones contra los frailes.
Los sevillanos, agrupados en sus hermandades y cofradías, poco tardan en manifestar su apoyo a la causa de la Pureza de María. Y fueron dos las corporaciones que llevaron la bandera en la lucha mariana: la de sacerdotes de San Pedro Ad Vincula y la de Jesús Nazareno, las cuales hicieron voto de defender con la propia sangre a la Inmaculada Concepción. Poco a poco, gremios e instituciones diversas se fueron uniendo a la causa, aportando su devoción, sus rezos y hasta sus vidas: todavía hoy conmueve el gesto de esos hermanos de la Hermandad de los Negros, que se vendieron como esclavos para costear una función a la Virgen.
De esta ardiente defensa del misterio inmaculista queda patente huella en una insignia surgida al efecto y que desde entonces no falta en ningún cortejo procesional: el simpecado o sine labe, cuyo nombre nace de la frase que orlaba a todos ellos: “María fue concebida sin pecado original” o en latín “sine labe concepta”. Pero ¿cuántos de los que ven nuestras cofradías conocen el origen y el significado de esta singular bandera? ¿cuántos de los que acuden a besamanos el 8 de diciembre podrían decir qué fiesta mariana se celebra? ¿cuántos desconocen que esa concentración de cultos es debida a la defensa y manifestación del apoyo de las hermandades a esa verdad tardíamente hecha dogma?
Quizás se ha perdido la magnífica oportunidad por parte de jerarquía y hermandades de hacer unas hermosas catequesis marianas al hilo de esta celebración. Fuera de la hermandad implicada históricamente, que ha celebrado muy devota y dignamente su efemérides, se ha echado en falta quizás, una acción conjunta de cofrades y sacerdotes, que cual aquellos aguerridos antepasados del siglo XVII, revolucionaran la ciudad con la excusa de honrar a María en su concepción inmaculada.
Pero parece que vivimos bajo el signo de la abulia. Y no somos conscientes de lo que en la Iglesia universal supuso esta toma de partido en apoyo de una creencia nacida del amor más ferviente que se pueda tener a una Madre. Es asunto para meditar y pensar cómo unos cristianos analfabetos e iletrados supieron vislumbrar con claridad meridiana lo que desde hacía siglos se afanaban los teólogos en afirmar y en definir. Cómo un pueblo, movido tan sólo por sus afectos, pudo llegar a la conclusión que los estudiosos de París y Bolonia y Salamanca no acababan de concretar. Y así se cumplieron las palabras del Señor: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y se las has revelado a los sencillos”.