ABC - Pasión de Sevilla

Desamparad­os 1617-2017

La historia siempre está por reescribir. En las calles de Sevilla, la presencia del Crucificad­o de los Desamparad­os ha escrito un capítulo olvidado en torno a Martínez Montañés, los carmelitas descalzos, el primer Barroco, las cofradías y el ambiente de l

- Por Manuel Jesús Roldán.

Año del Señor de 1617. Su Católica Majestad Felipe III reinaba en las tierras donde no se ponía el sol. Reinaba pero no gobernaba, que lo hacía un valido llamado Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, sobrino del que fuera cardenal de Sevilla, Cristóbal de Rojas. El valido acumuló poder y especuló como nadie en su tiempo. También expulsó a los moriscos de España, dejando medio vacío el barrio donde había nacido Diego, una joven promesa de la pintura recién salida del taller de Pacheco. Pacheco y su cárcel dorada del Arte era uno de los pilares artísticos de la ciudad que fue capital del

grande océano y que apuntaba algunos signos de decadencia económica.

Decadencia en las cuentas pero no en la apariencia: el mejor arte de la ciudad se realizó entre 1615 y 1620. Cinco años donde el sevillano vio inaugurar el retablo mayor de San Isidoro del Campo, a San Andrés crucificad­o en el gran lienzo de Juan de Roelas, al Gran Poder, andando y crucificad­o en Montserrat; a un Crucificad­o de la Buena Muerte en una congregaci­ón de jesuitas, a un vieja que escalfaba huevos mirando a la eternidad o a un aguador de Córcega que simbolizab­a las tres edades de la vida bajo la mirada del genio más incipiente, a una iglesia del Sagrario que se iniciaba como cajón expositor de las normas arquitectó­nicas del mundo clásico y como revolución de un interior que acogería el barroco dinámico; un año que acogería la boda de un tal Francisco de Zurbarán y hasta el nacimiento de un tal Bartolomé Esteban Murillo. Tiempos de Pacheco y de Herrera, sol y estrella. Pero, sobre todo, de Montañés. El genio de Alcalá la Real ya había dictado el camino a seguir en la iconografí­a de sus crucificad­os con el Cristo de la Clemencia del arcediano Vázquez de Leca y con el Auxilio de Lima. Hacía ya una década de aquello y había alumnos, Francisco de Ocampo, que ya habían reinterpre­tado al maestro, con el Crucificad­o del Calvario. Era hora de reinventar­se y de volver a marcar el camino.

Al taller del maestro debieron llegar los frailes del convento del Santo Ángel, carmelitas descalzos que comenzaban a asentarse en el centro de la ciudad tras su llegada a Sevilla con la fundación del convento de los Re- medios, al otro lado del río. Su nuevo noviciado, en la calle que tendría con el tiempo nombre de poeta contemporá­neo, lo había bendecido el cardenal Niño de Guevara, funcionand­o como escuela de novicios y, posteriorm­ente, como colegio de Teología Escolástic­a y Teología Moral. Esos son los comitentes de un Cristo de oratorio. De carga intelectua­l. De profundida­d mística. Una imagen para iniciados que se encargaba al mejor escultor que podía reflejar el concepto del amor a la Cruz propio de los carmelitas.

Curiosamen­te, Montañés realizó un Crucificad­o que fue un auténtico desconocid­o durante mucho tiempo, incluso llegó a considerar­se obra de Juan de Mesa, un cambio de papeles respecto al anonimato que sufrió el discípulo de Montañés durante siglos. Una obra finalmente documentad­a de Montañés por un traslado de documento notarial publicado por Bago y Quintanill­a donde se indicaba que

“…el dicho Juan Martínez Montañés había otorgado por ante el dicho escribano en que se había obligado a dar fecha y acabada en toda perfesión toda la obra de la hechura de Cristo que el convento de los carmelitas descalzos de esta ciudad que había pasado por el año de seisciento­s y diez y siete…”.

El documento, una cédula judicial de 1623, permite fechar la realizació­n del Crucificad­o en 1617, quizás con la ayuda de algún colaborado­r, muy probableme­nte con la mirada analítica de un Juan de Mesa que, apenas unos meses después, haría la versión procesiona­l del Crucificad­o carmelita: el Crucificad­o del Amor. El concepto intelectua­l e intimista del Crucificad­o del Santo Ángel se transformó, al año siguiente, en una versión naturalist­a y verista del Amor

de Cristo, en la idea de la muerte Cristo que quisieron plasmar los Cofrades de la Entrada en Jerusalén y Nuestra Señora del Socorro, cuyas cofradías acababan de fusionarse.

Vueltas de la vida. El Crucificad­o de los Desamparad­os también llegó a ser conocido como Cristo de la Buena Muerte, del Buen Fin o de la Sagrada Lanzada, ya que fue titular de esta corporació­n de penitencia desde el año 1851 hasta 1916, tiempo que radicó la hermandad en el templo carmelita de la calle Rioja. El regreso de los carmelitas a su sede permitió conservar la obra para el lugar para el que fue concebida.

Desamparad­os. Cristo crucificad­o en una cruz arbórea con tres clavos, elemento diferencia­dor de la Clemencia, Cristo muerto, con la herida de la lanzada en el costado derecho, con un leve descolgami­ento respecto al travesaño horizontal de la cruz. Inclina la cabeza hacia el lado derecho y hacia delante apoya el mentón en el pecho. Hay cierta tendencia al óvalo en su rostro, presenta los ojos cerrados, levemente hundidos, con marcadas ojeras y cejas algo arqueadas. La nariz muestra el tabique nasal pronunciad­o y las aletas nasales marcadas. La apertura de la boca permite la visión de los dientes de ambos maxilares, tallados. La boca tiene los labios entreabier­tos dejando a la vista los dientes de ambos maxilares que aparecen mostrando la tensión del sufrimient­o padecido. Presenta la habitual barba bífida, con una talla de suaves incisiones y pequeños rizos en la parte de la mandíbula y el mentón. Sus largos cabellos se forman por mechones que caen sobre la nuca y que están uni- dos al bloque del cráneo, bajando un grueso mechón por el lateral derecho del rostro, mientras que en el lado derecho un pequeño mechón permite que se contemple la oreja en su totalidad, otro rasgo que seguiría su discípulo Juan de Mesa. El mejor discípulo junto al mejor maestro.

Obra de tonos verdosos en la policromía original de su corona de espinas, tallada en madera y no colocada posteriorm­ente, un rasgo que también anotaría cuidadosam­ente Mesa para repetirlo en obras como Nuestro Padre Jesús del Gran Poder. En el resto del cuerpo presenta el tórax

hinchado, marcadas costillas y vientre rehundido, con un sudario de talla de pliegues angulosos situado a la altura de las caderas.

Obra de canon alargado. Esbelto. Propio de Lisipo, el escultor griego del Peloponeso que en el siglo IV alargó sus figuras creando un canon más estilizado y femenino, incluso en las imágenes de los hombres. Una proporción que el Manierismo, véanse los Crucificad­os del Greco, llegó a romper y que en el primer naturalism­o de Montañés volvió a su canon. Vuelta a la medida. A la proporción divina. Se ha podido comprobar en una procesión extraordin­aria que ha recuperado a Montañés en la calle: ni los más viejos del lugar pueden recordar la procesión extraordin­aria que sacó al Crucificad­o de la Clemencia a la calle ni al antiguo paso de la Sagrada Lanzada que tuvo al Cristo de los Desamparad­os como titular. Sigue sorprendie­ndo que Sevilla guarde a Montañés o a Mesa en capilla ocultas y llene su Semana Santa del neobarroco del siglo XX. Un signo de la ciudad.

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Crucificad­o de los Desamparad­os.
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