ABC - Pasión de Sevilla

La catarsis que no será

- Por Juan Miguel Vega.

El verano en Sevilla empieza a parecerse a la Semana Santa. Igual que las cofradías no quieren esperar al Domingo de Ramos para salir a la calle, tampoco la canícula se muestra ya dispuesta a aguardar ni siquiera la llegada del solsticio para hacer patente su sofocante presencia; este año además ha sido particular­mente impaciente y se ha hecho cruda realidad con casi un mes de antelación. No se trata de ser pájaro de mal agüero, pero, por culpa del cambio climático, esto de que la calor de verdad apriete antes de que se acaben los caracoles o maduren los higos chumbos tiene pinta de convertirs­e más pronto que tarde en una inveterada y flamígera tradición hispalense. Eso sí, ya nadie podrá decir que no somos vanguardia en algo. ¿Ven? Todo en la vida tiene su lado bueno.

Será pues cuestión de ir acostumbrá­ndose, y a ello nos ayudará el tiempo; que si no lo cura todo, sí que al menos da sentido a ciertas cosas. Que haga calor, por ejemplo, lo tiene ahora que ha llegado julio, el mes tocayo de Sevilla, la colonia Julia Rómula Híspalis, que se llamó así en honor del mismo cuyo nombre lleva el más séptimo del año, un tal César, gran macareno él, pues no en vano fue quien mandó hacer las murallas. Otras murallas, pero unas murallas al fin y al cabo. Es verdad, por otra parte, que en los tiempos de aquel prócer, julio no era el mes sép- timo del año, sino el quinto. Y como no hay quinto malo, será cuestión de saludar su cálido advenimien­to, pues siempre sucede para nuestro bien. Porque en la paradójica Sevilla, la llegada de este mes canicular –el de la Virgen del Carmen, la Velá de Santana y la paga extra– se opera un fenómeno curioso: en julio es cuando la misma calor que permite freír huevos en las aceras, contribuye a enfriar ciertas ideas pensadas ‘en caliente’. Por ejemplo, casi todas las que genera de un tiempo a esta parte la Semana Santa. No se asombren. Reparen en ello. Seguro que les cuesta recordar un año en el que, pasado el Domingo de Resurrecci­ón, no se generase un intenso –ardiente– debate

sobre ‘las muy necesarias y drásticas reformas que deben acometerse de manera inmediata para resolver los muchos problemas que dificultan el normal desarrollo de las procesione­s de Semana Santa en Sevilla’. A este respecto, el presente año no ha sido una excepción, sino todo lo contrario: se ha atenido a la regla como ningún otro; a rajatabla. Porque esta vez no se ha hablado, como de costumbre, de que sea necesario reformar los horarios e itinerario­s, incluso el orden de paso de según qué día, sino que se ha venido a proponer la idea de someter la Semana Santa a una revisión general, llevando tal pretensión al extremo de plantear, llegado el caso, la posibilida­d de cambiar cofradías de día, reformar de cabo a rabo la carrera oficial y hasta suprimir la Madrugá, haciendo que las cofradías de esa jornada salieran a primera hora de la mañana, como este año ha hecho el Resucitado. Una metamorfos­is, en fin, total y absoluta del acontecimi­ento, cuya consecuenc­ia sería, como en la narración de Kafka, la aparición de otro completame­nte nuevo, distinto del que era antes; irreconoci­ble tal vez incluso para sus más allegados. Se trataría, en definitiva de resolver los problemas de la actual Semana Santa creando una nueva Semana Santa. La idea suena un poco a lo de Lampedusa, pero al revés. Aquí no se trata de cambiarlo todo para que todo siga igual, sino de transforma­rlo todo, en este caso de verdad, y que luego nos hagamos la ilusión de que las cosas siguen siendo como eran. O sea, se resuelven los problemas, eliminando aquello que los padece. Es razonable mostrarse escéptico al respecto.

Vivimos tiempos procelosos, dominados por la neurosis, el relativism­o y la grisura mental. Aparenteme­nte, no son los mejores, aunque en el fondo sí. Es cierto que tenemos los Pajaritos, las Tres Mil Viviendas y hasta siete barrios de la ciudad aupados al ‘top ten’ de los más pobres de España, pero a pesar de todo cabría preguntars­e si nuestra sociedad, en general, ha conocido alguna época anterior donde la gente viviese

mejor que ahora. Es evidente que no. A efectos de la Semana Santa se puede decir lo mismo: cualquier tiempo pasado siempre fue peor. Sin excepción. La crisis que ahora vive la Semana Santa es consecuenc­ia de su éxito, de un apogeo con el que muy pocos contaban a finales de los años sesenta del siglo pasado y que se viene prolongand­o ya por espacio de varias décadas. Es cierto que existen problemas que deben resolverse, pero tratar de hacerlo precipitan­do una suerte de catarsis total es segurament­e un grave error. De todos modos, nadie se alarme, porque segurament­e nadie lo cometerá. Nadie incurrirá en esa locura. De ello, de imponer el sentido común y enfriar la más calenturie­nta sesera, volverá a encargarse un año más el tórrido verano hispalense, cuyas terapéutic­as calores actuarán como tranquiliz­antes, haciendo atemperars­e las aviesas intencione­s, disolverse los delirios descabella­dos y derretirse las fantasmada­s gaseosas. Las mentes, sumidas por fin en un dulce y estupefaci­ente nirvana, se entregarán a la evocación y la Semana Santa volverá de ese modo a convertirs­e en un ensueño idealizado; en un eco lejano, inasible para los burócratas. Al despertar de esa siesta, todos se darán cuenta de que hay que darse prisa porque habrá llegado la hora de nombrar el pregonero y elegir el cartelista y todo habrá vuelto a empezar. Y pasará lo que siempre pasa en Sevilla: que fuese y no hubo nada. En este caso, afortunada­mente.

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 ??  ?? La sombra de un penitente de Las Cigarreras se proyecta sobre el asfalto.
La sombra de un penitente de Las Cigarreras se proyecta sobre el asfalto.
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Un hermano de San Roque consulta el horario.

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