La catarsis que no será
El verano en Sevilla empieza a parecerse a la Semana Santa. Igual que las cofradías no quieren esperar al Domingo de Ramos para salir a la calle, tampoco la canícula se muestra ya dispuesta a aguardar ni siquiera la llegada del solsticio para hacer patente su sofocante presencia; este año además ha sido particularmente impaciente y se ha hecho cruda realidad con casi un mes de antelación. No se trata de ser pájaro de mal agüero, pero, por culpa del cambio climático, esto de que la calor de verdad apriete antes de que se acaben los caracoles o maduren los higos chumbos tiene pinta de convertirse más pronto que tarde en una inveterada y flamígera tradición hispalense. Eso sí, ya nadie podrá decir que no somos vanguardia en algo. ¿Ven? Todo en la vida tiene su lado bueno.
Será pues cuestión de ir acostumbrándose, y a ello nos ayudará el tiempo; que si no lo cura todo, sí que al menos da sentido a ciertas cosas. Que haga calor, por ejemplo, lo tiene ahora que ha llegado julio, el mes tocayo de Sevilla, la colonia Julia Rómula Híspalis, que se llamó así en honor del mismo cuyo nombre lleva el más séptimo del año, un tal César, gran macareno él, pues no en vano fue quien mandó hacer las murallas. Otras murallas, pero unas murallas al fin y al cabo. Es verdad, por otra parte, que en los tiempos de aquel prócer, julio no era el mes sép- timo del año, sino el quinto. Y como no hay quinto malo, será cuestión de saludar su cálido advenimiento, pues siempre sucede para nuestro bien. Porque en la paradójica Sevilla, la llegada de este mes canicular –el de la Virgen del Carmen, la Velá de Santana y la paga extra– se opera un fenómeno curioso: en julio es cuando la misma calor que permite freír huevos en las aceras, contribuye a enfriar ciertas ideas pensadas ‘en caliente’. Por ejemplo, casi todas las que genera de un tiempo a esta parte la Semana Santa. No se asombren. Reparen en ello. Seguro que les cuesta recordar un año en el que, pasado el Domingo de Resurrección, no se generase un intenso –ardiente– debate
sobre ‘las muy necesarias y drásticas reformas que deben acometerse de manera inmediata para resolver los muchos problemas que dificultan el normal desarrollo de las procesiones de Semana Santa en Sevilla’. A este respecto, el presente año no ha sido una excepción, sino todo lo contrario: se ha atenido a la regla como ningún otro; a rajatabla. Porque esta vez no se ha hablado, como de costumbre, de que sea necesario reformar los horarios e itinerarios, incluso el orden de paso de según qué día, sino que se ha venido a proponer la idea de someter la Semana Santa a una revisión general, llevando tal pretensión al extremo de plantear, llegado el caso, la posibilidad de cambiar cofradías de día, reformar de cabo a rabo la carrera oficial y hasta suprimir la Madrugá, haciendo que las cofradías de esa jornada salieran a primera hora de la mañana, como este año ha hecho el Resucitado. Una metamorfosis, en fin, total y absoluta del acontecimiento, cuya consecuencia sería, como en la narración de Kafka, la aparición de otro completamente nuevo, distinto del que era antes; irreconocible tal vez incluso para sus más allegados. Se trataría, en definitiva de resolver los problemas de la actual Semana Santa creando una nueva Semana Santa. La idea suena un poco a lo de Lampedusa, pero al revés. Aquí no se trata de cambiarlo todo para que todo siga igual, sino de transformarlo todo, en este caso de verdad, y que luego nos hagamos la ilusión de que las cosas siguen siendo como eran. O sea, se resuelven los problemas, eliminando aquello que los padece. Es razonable mostrarse escéptico al respecto.
Vivimos tiempos procelosos, dominados por la neurosis, el relativismo y la grisura mental. Aparentemente, no son los mejores, aunque en el fondo sí. Es cierto que tenemos los Pajaritos, las Tres Mil Viviendas y hasta siete barrios de la ciudad aupados al ‘top ten’ de los más pobres de España, pero a pesar de todo cabría preguntarse si nuestra sociedad, en general, ha conocido alguna época anterior donde la gente viviese
mejor que ahora. Es evidente que no. A efectos de la Semana Santa se puede decir lo mismo: cualquier tiempo pasado siempre fue peor. Sin excepción. La crisis que ahora vive la Semana Santa es consecuencia de su éxito, de un apogeo con el que muy pocos contaban a finales de los años sesenta del siglo pasado y que se viene prolongando ya por espacio de varias décadas. Es cierto que existen problemas que deben resolverse, pero tratar de hacerlo precipitando una suerte de catarsis total es seguramente un grave error. De todos modos, nadie se alarme, porque seguramente nadie lo cometerá. Nadie incurrirá en esa locura. De ello, de imponer el sentido común y enfriar la más calenturienta sesera, volverá a encargarse un año más el tórrido verano hispalense, cuyas terapéuticas calores actuarán como tranquilizantes, haciendo atemperarse las aviesas intenciones, disolverse los delirios descabellados y derretirse las fantasmadas gaseosas. Las mentes, sumidas por fin en un dulce y estupefaciente nirvana, se entregarán a la evocación y la Semana Santa volverá de ese modo a convertirse en un ensueño idealizado; en un eco lejano, inasible para los burócratas. Al despertar de esa siesta, todos se darán cuenta de que hay que darse prisa porque habrá llegado la hora de nombrar el pregonero y elegir el cartelista y todo habrá vuelto a empezar. Y pasará lo que siempre pasa en Sevilla: que fuese y no hubo nada. En este caso, afortunadamente.