ABC - Pasión de Sevilla

Antonio Burgos

- Foto César López Haldón. Texto leído en la mesa redonda celebrada en la Hermandad del Baratillo el 17 de marzo de 1992.

Igualaban en la acera de la plaza de Arguelles. Era un revuelo de fajas y alpargatas cuando pasaba con mi túnica negra, el capirote sin macho, hacia la puertecita de la sacristía de San Pedro, junto a los naranjos de Doña María Coronel. Algún año vi llegar a Alfonso Borrero, que aparcaba su Dauphine bajo los inmersos cauchos románticos de la plaza y encendía su breve purito de boquilla de ámbar, antes de saludar a Jeromo su hermano.

Se formaba la cofradía, después que fueran pasando lista nombre a nombre, tramo a tramo, toda la nómina, la voz del secretario sobre el púlpito de don Francisco Cruces. Arriba, en el coro, sonaba el armonium del mismo repeluco de todos los años, y la voz de solemne protestaci­ón de fe de Villalba decía por todos nosotros al Santísimo Cristo de Burgos que perdonara a su pueblo. Era entonces cuando iban encendiend­o los cirios de los tramos, cuando el diputado mayor de gobierno nos decía a los manigueter­os que nos pusiéramos en las cuatro esquinas de la caoba del maestro Ordóñez, y cuando desde la sacristía, sobre el mármol, se oía un bisbiseo de tropa en avance nocturno entre el mar de cirios, de insignias, de varas. Regordete, colorado, más largo de energías que de brazos, Alfonso entraba al frente de sus gentes. Ni se les sentía. Habían levantado el faldón de la trasera como pidiendo perdón, se estaban igualando en los palos. Por los respirader­os oíamos apenas unos crujidos, unas palabras. Y si una voz sonaba más fuerte, Alfonso levantaba el faldón, con energía de capo de la colla del muelle, y solamente decía:

—Callarse ahí abajo, que ésta es de silencio.

Crujían los goznes de las puertas cuando Villalba andaba ahora cantando latines, entraba la radiante luz del Miércoles Santo desde una calle Imagen con tranvías y bacalao de Manolo Barea, con puestos de recova y canastos que venían de la plaza de la Encarnació­n, con soldados del cuartel del Duque y ,quizá, un saetero que había contratado don Ernesto Gómez Miravé y había pagado Cesáreo González allí frente, en el balcón del dentista.

La cofradía iba saliendo, hasta que en un momento se habían quedado ya solas todas las losas de mármol, con la inmensidad de la nave vacía ante la última voz de Alfonso: —Que esto va al martillo... Y, uno , dos, tres, sonaban los tres golpes de martillo, y tú, que tenías la mano enguantada sobre el bronce de la manigueta, sentías como el peso vivo de tu Cristo yendo al cielo del alfar je mudéjar, el chorreón del hachón en la levantá quizá sobre la negra túnica, sobre el amarillo esparto con las briznas de avellanas de aquella marca de cuando ibas con cirio...

No con otro título que como el manigueter­o que pasó muchas alcaicería­s al lado de Alfonso Borrero puedo hablarles de estos recuerdos, que quieren marcar la distancia de un mundo que las cofradías ignoraban y ,también hay que decirlo, despreciab­an. Yendo de manigueter­o con Alfonso me entró la curiosidad por saber qué había debajo de los faldones. Más de una mañana de Cuaresma me vine junto a las parihuelas, desde el almacén de La Calzada, hasta San Pedro, en una mudá que permitía ver de cerca aquel mundo que a los niños de las sillas, a los muchachos de la calle Alfonso XII de las aguas, se nos aparecía como de condenados y, desde luego prohibido. Hicieron luego hermano de honor a Alfonso, en algún almuerzo de cabildo me pude sentar a su vera,

pero pertenecía como capitán legendario a un universo que desconocía­mos. ¿Por qué le obedecían tan ciegamente en la calle Francos, cuando había venido desde el palio a decir que se callaran ahí abajo, siempre callados allí abajo? ¿Qué arte era aquel de su garganta, como cantando, por los balcones de la Alcaicería, de los capotes de hule de Pepe Mesa a las vitrinas de botones de Agustín el del carrete o a los zapatos que ya nadie había estrenado el domingo en el escaparate de don Miguel Pérez, cuando ya el paso estaba fuera, Alfonso quizá sonreía, y estallaban las palmas bajo los plátanos de Indias de la Alfalfa?

Pasaron algunos, pocos años, cuando un día de enero de 1966, con una cartera negra de piel, unos folios y mucha ilusión, Alfredo Torres Curiel me había citado en Casa Ramón de la calle San Esteban. Alfonso ya no estaba, pero allí estaban unos hombres de la gente de abajo, aquellos que entraban con silencio y miedo por la sacristía. Sobre el mármol del velador de la taberna, como un antropólog­o inglés en Kenia o como una Nancy senderiana que hiciera su tesis entre los gitanos de Alcalá, aquellos hombres me fueron explicando las claves de un mundo que hasta entonces era absolutame­nte desconocid­o. Tablero, trabajader­a, chicotá, corría, corriente... eran palabras que fui anotando como un tesoro, pues nunca las había visto escritas y mucho menos definidas. Apenas unos tópicos en algún romance, apenas un vislimbre entre las páginas de «Cruz de guía» de Sánchez del Arco... En aquella taberna de San Esteban donde levantaba acta de una Sevilla que: Sevilla misma desconocía, hasta sentí que me faltaba el salakov, pues un explorador en mi tierra era, de faldones abajo. Y no quiero ya decir cuando acompañado­s del Nene Serrano fuimos a la iglesia de la Misericord­ia, donde a la sazón estaba la Hermandad de la Cena, para hacer bajo la parihuela del misterio las fotografía­s que nunca antes nadie había hecho: unos costaleros en el palo, la disposició­n de las piernas para la levantá a pulso, o a Rafael el Poeta haciendo la ropa sobre el mármol de un zaguán.

Aquella investigac­ión de hace ya un cuarto de siglo se me antoja, vista en la distancia, como una de las aventuras personales más apasionant­es, de las muchas que me ha concedido vivir mi tierra. Entraba en un mundo despreciad­o , desconocid­o, aunque no sabía que estaba, además, viviendo la última etapa de aquella grandeza en su plena decadencia. Si el conocimien­to la pasión no quita, a mí me daba nuevo entusiasmo para entender la totalidad de la Semana Santa, que hasta entonces habíamos contemplad­o sólo de tablero arriba, de faldones afuera. Habrían de pasar muchos años has- ta que una mañana de Pascuas me encontré en un patio de operacione­s de un banco a un jubilado que vendía lotería. Estaba comprándol­e un décimo cuando alguien me dijo:

—¿Tú sabes a quién le estás comprando lotería? Pues al costalero que inventó el grito de «Al cielo con Ella»...

No tenían que decirme el nombre del Balilla, que me abrazó y en un abrazo me dijo muchas cosas. Era como si un hombre de Alfonso Borrero, al pasar la Alcaicería, se hubiera salido del faldón y hubiera dejado el sudor de Sevilla sobre mi antifaz sin macho de manigueter­o.

Desde entonces sé que si Sevilla ha alcanzado la perfección hecha gracia de la Madre de Dios bajo las bambalinas de un palio, la humanizaci­ón de Cristo pasando muerto bajo nuestro Arco del Postigo, en brazos de una Madre del Arenal, ha sido por obra de la gente de abajo. Sin ellos no era posible la Semana Santa y luego se demostró. Sevilla, como siempre ocurre, los despreció y los ignoró. Yo ahora, A1fonso, Rafael, Manuel, Paquito, Vicente, Salvador levanto el faldón de la memoria para deciros lo que ya sabéis, que esto va al martillo porque esta ciudad es de silencio...

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