Javier Rubio
Al pie de la cruz estaba la madre. Lo dice el Evangelio, en el momento culminante en el Gólgota. El “stabat mater” es un himno originariamente atribuido al fraile Jacopone da Todi y a Inocencio III cuyos versos empiezan precisamente con esas dos palabras: “La Madre piadosa estaba junto a la cruz y lloraba mientras el Hijo pendía”, según la traducción de Lope de Vega.
En cualquier caso, la composición –en principio iconográfica– suma unos ocho siglos de existencia y todavía se sigue rezando. No sólo rezando, sino cantando porque se trata de uno de los himnos litúrgicos con más versiones musicales, casi doscientos en total, con nombres tan señeros de la música de todos los tiempos como Palestrina, Pergolesi, Rossini o Vivaldi hasta llegar a nuestros tiempos con Dvorak o nuestro coetáneo, el finlandés Arvo Part. También en las artes plásticas, la escena de la Virgen y San Juan cada uno a un lado de la cruz ha cautivado a decenas de artistas de todas las épocas que han representado el momento crucial en que María soporta el dolor de ver a su hijo inocente expirar entre maleantes.
Al pie de la cruz estaba la madre. Como lo están miles de madres al pie de la cruz de sus hijos: la cruz de la falta de empleo, de la enfermedad, de las drogas, de la inconsistencia vital, de la falta de fe... Están. Las madres no pontifican, ni peroratan, ni maldicen, ni se quejan, ni razonan al pie de sus respectivas cruces. Están. Como María estuvo al pie de la cruz. Con el alma traspasada por la espada tal como le profetizó el anciano Simeón. A las marías con las que convivimos a diario les basta con estar donde tienen que estar. En silencio, dolorosas, sufridas, abnegadas, llorosas. Están. Por encima de reproches, de incomprensiones, de maledicencias, de murmuraciones, de insultos. Están. Como estaba la Madre. Stabat mater.