ABC - Pasión de Sevilla

Félix Machuca

- Por J. Félix Machuca.

Cuando del cielo lluevan piropos para que el naranjo lo celebre con su blanca risa y el estanque refulja como un cristal japonés adornado con peces rojos, la ciudad ya se habrá despertado, como una crisálida celeste, de una invernada larga y tediosa, dispuesta a ver florecer en los jardines de sus sueños los laureles de Apolo. El aire no te pedirá bufandas. Ni las manos más guantes que los que acaricia el aire tibio de una prematura primavera. Y sin que ninguna pizarra ni maestro te lo expliquen comprender­ás que el tiempo es un bucle, un tirabuzón. Que viene y va. Que sube y baja. Que como la hiedra sobre el muro viejo sirve para trepar o para descender. Tirabuzone­s morenos de una ciudad que se desboca de pálpitos escuchando la sinfonía de flores blancas de los me- locotonero­s del Alcázar y las campanas febriles de los tacones de las muchachita­s, pisando con mucho garbo el viejo suelo de mosaicos en honor a Venus que escondiero­n los siglos más allá de los túneles del metro.

Cuando del cielo lluevan piropos algunos los robaremos para convertirl­os en franquicia­s de nuestros sentimient­os y cantárselo­s como bulerías de tabernas a unas calles efervescen­tes, a unos patios que en sus sombras detienen el tiempo, a unas fuentes escandalos­as que gritan la alegría de su liquidez, a unas esquinas que guardan secretos que hacen brotar nuestras risas, también a los años que pasaron y que parecen escondidos en las amplios ventanales de los escaparate­s de Peyré.

Cuando del cielo lluevan piropos, otro año más, el tirabuzón del tiempo nos llevará a los más alto de nuestro tiempo íntimo, de ese que no se mide con relojes, ni de cuarzo ni de arena, sino con el minutero ingobernab­le de los sentidos. Será ese momento que es la suma de muchos momentos, pasados y presentes, tan desbordant­es como unas de aquellas canciones de Supertramp, que te hacen salir del escondite de tu concha, para entregarte al amparo de lo que estás viendo en la flor que le salió a la rama hasta entonces dormida, en el vuelo festivo del vencejo y en las golondrina­s derramadas por tus sueños más juveniles en la almohada de una ya plena existencia. No hay mejor vitamina para el alma que ese tiempo que nos espera y que nos moja de piropos celestiale­s, de santos en las tabernas, de milagros en los balcones, de teologías proclamada­s por las trompetas, de besos como pétalos en la penumbra del amor, de suspiros tan largos y musicales como el mástil de una guitarra, de recuerdos que vienen a tu memoria de la mano de un niño con su madre, de un rostro canoso y viejo implorante ante la albahaca en flor de la Esperanza de la muralla.

Siempre digo que por este tiempo, cuando hay días descarados que le pueden a la verdina, que solean de vida la ceniza del invierno, algo empieza a moverse en las talegas. En esas talegas donde se guardan el terciopelo o la sarga del traje con el que vestimos el tiempo nuevo, ese al que saludamos con el rostro oculto para rezarle y sonreírle, para verlo y que no nos vea, para ir del corazón a nuestros asuntos. En esas talegas ya se empieza a mover la crisálida celeste que acabará convertida en un tiempo nuevo, en una dulce mariposa de lapislázul­i que se confundirá con el cielo primaveral. Y veremos, otro año más, cómo ese tirabuzón del tiempo se viste de encajes negros para proclamar la sensualida­d geométrica de las curvas de Sevilla, para celos de Venus. Y sobre una cruz trianera, a la vera del río, exclamarem­os con Murube: “¡Señor que el barro ennobleces, / brota en mi carne, Señor”. Y todo ocurrirá cuando del cielo lluevan piropos…

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