ABC - Pasión de Sevilla

La verdad intacta

- Por Juan Miguel Vega.

Cual si fueran una flota de grises galeones, los primeros nublados del invierno han ido surcando el mar del firmamento con la milenaria solemnidad que observa en sus gestos más trascenden­tales la Madre Naturaleza. Han venido a renovar el rito que cada año los convoca aquí y ahora. En sus ventrudos pañoles, cargados de agua bendita, traían el ceniciento presentir de una nueva cuaresma; grises nubes que abrigaban sueños, destapaban nostalgias, estremecía­n la columna vertebral de la memoria. Nubes grises que ocultaban el cielo azul de Sevilla, cual el luto de la enagüilla oculta la cruz de guía, pero anunciaban la luz.

En un viejo tocadiscos volvió a sonar el Miserere de Eslava, invocando una vez más el sortilegio, convocando a la emoción, pregonando al universo de la intimidad de un hogar cualquiera que la verdad está próxima a ser proclamada. Casi ha podido oírse en el aire la callada llamada de la sangre. Era el mayestátic­o milagro de los ciclos de la vida. Un milagro que no se ve, se siente, o quizá sea más exacto decir que se presiente. Llovía en silencio y las calles se llenaron de espejos en los que brillaba una claridad antigua; la claridad de los días de la infancia. El viento esmerilaba las lunas de los charcos, volviendo

“Acontece que en la ciudad se ha hecho ya la víspera; ha llegado el momento del reencuentr­o con nosotros mismos”.

borrosa la imagen de los rostros que a ellas se asomaban. Todos los rostros que alguna vez fueron y que ahora han vuelto a ser; rostros

Todavía duermen en el almacén los oros y los bordados, los terciopelo­s y la plata, el ruan y el esparto que compondrán el gran aparato de la Semana Santa.

que adivinamos en el incierto reflejo de esos charcos tembloroso­s. La mirada de tu padre, la caricia de tu madre han vuelto desde el otro lado y otra vez están ahí; aguardándo­te un año más en el vago espejismo creado por el agua descargada por las nubes del invierno, llegadas desde algún lugar lejano, tal vez de un ayer remoto. Y a lo lejos, siempre a lo lejos, a la doble distancia del espacio y el tiempo, se han sentido ya los ecos de las cornetas que rasgaron de añoranza el pecho de Cernuda.

Está otra vez llegando el tiempo sin tiempo. Aún no ha dado la hora; ni siquiera han ardido las ramas de olivo con las que un cercano miércoles habrán de marcar nuestra frente para recordarno­s que somos polvos y este pálpito de eternidad que ahora creemos contener entre las manos es sólo eso: apenas un instante, cenizas. Conforme allá en lo alto se sucedieron los nublados, aquí abajo fue cobrando forma la neblina ceremonial del incienso; su gasa aromática envolvía como una orla mística los nombres sagrados que, siguiendo la secuencia ordenada por la tradición, fueron sucesivame­nte convocando a sus devotos según pasaban las nubes en el cielo y los primeros días de enero en el almanaque: Gran Poder, Pasión, Penas de San Vicente, Humildad y Paciencia, Penas de San Roque... nombres rotundos cuya sola mención suscita un estremecim­iento, despierta un recuerdo, hace brotar una lágrima. La penumbra de los templos vio crecer entonces los primeros bosques de cera; y creció también en el templo interior de cada uno la llama que alumbra la espera. Acontece que en la ciudad se ha hecho ya la víspera; ha llegado el momento del reencuentr­o con nosotros mismos, del viaje anual al intramundo del espíritu, de enfrentar la paradoja de sabernos a un tiempo polvo fugaz y alma eterna.

Todavía duermen en el almacén los oros y los bordados, los terciopelo­s y la plata, el ruán y el esparto que compondrán el gran aparato de la Semana Santa. Hacia ella se encaminan ahora los sueños y se precipitan exaltadas las ilusiones. Pero aún es pronto. Más acá de esa frontera onírica, se extiende la realidad calma de un universo acaso mucho más hermoso, donde todo está intacto

todavía; manteniénd­ose inmune a los partes meteorológ­icos y las ocurrencia­s. Aquí, a este lado de la víspera no es preciso todavía entregarse incondicio­nalmente a una espera que el tiempo podría al cabo defraudar; se trata sólo

Llovía en silencio y las calles se llenaron de espejos en los que brillaba una claridad antigua; la claridad de los días de la infancia.

de vivir este instante concreto, de apreciar la belleza desnuda del rito, de aventurars­e en la experienci­a interior a la que estos días, silencioso­s y grises, nos invitan. Dios tal vez se haga en ellos más visible que en ningún otro momento. Va a empezar la cuaresma. La verdad está aún intacta y por eso es más verdad.

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