ABC - Pasión de Sevilla

Heraldos

Señales inequívoca­s de que todo se acerca

- Por José Manuel de la Linde.

Nos sorprenden cualquier tarde de éstas paseando por el centro o por los barrios. Al volver una esquina, cuando la luz se vuelve más anaranjada y caminamos ya intuyendo aquel trino de los vencejos. Nos llegarán a través de los cinco sentidos: el olor a cera fundida, aquel cartel, espuertas apiladas con las flores... Señales inequívoca­s de la Cuaresma.

Frente a los modernos canales de comunicaci­ón o las frías redes sociales, el cartel de cultos. Alguien lo llamó ‘un grito en la pared’. Por eso nos sacude el más profundo sentimient­o de cercanía. Salen a escena de forma cíclica y por este orden: primero apareciero­n en San Lorenzo, luego en el Salvador y algo más tarde por San Vicente. A partir de aquí, una cascada de repiques en forma de quinarios, septenario­s y novenas. Sabemos que en poco, las imágenes pasarán del altar mayor a sus pasos.

La Cuaresma también toca nuestra puerta por el olfato y el gusto, es decir, por el estómago. Croquetas de Ovidio, espinacas de El Rinconcill­o o torrijas de la Antigua Abacería de San Lorenzo. Viene aderezada por el papelón de pescado frito tras el reñido cabildo. Huele a arroz con leche en casa y suena el borboteo a fuego lento, movido siempre por el amor de aquella madre que ya peina muchas canas. Son muchas Semanas Santas. Los preludios también se miden por tramos de nazarenito­s en el escaparate de La Campana.

Los talleres están en estos días que echan humo. En los de orfebrería, bordados o talla no se da abasto. Por mucha previsión que se haya tenido, los trabajos a veces llegan pocas horas antes de la salida. La Cuaresma transcurre delante de una mesa de trabajo. Paquili en su taller de la Costanilla no sabe de sábados o domingos libres; Pepe y Ángel Delgado sólo intuyen que está llegando la primavera a través de las pequeñas ventanas del taller de Goles. Echan de menos el olor a cedro de Francis Verdugo. Mientras, otras gubias resisten y rascan la madera en el corralón de Castellar. Plata de Borrero que añora Triana; interminab­le hilo de oro de Carla Elena o Grande de León. Manos primorosas que hacen nuestra Semana Santa.

Un olor que afina nuestra nariz a varios metros de distancia: el incienso. Nos llega antes de que veamos la nube de humo o la cerámica de los quemadores, algunos con forma de pequeños nazarenos o chimeneas de la Cartuja. Puestecill­os que surgen en Tetuán o Córdoba, como parte de la vieja torre musulmana. Otro signo inequívoco, la voz alterada del chiquillo que nos alerta. “Papá, huele a Semana Santa”. Y entonces nos contagiará su misma ilusión y ganas por ver montada, cuanto antes, la mayor rampa de Sevilla que abrirá la Semana más grande en el Salvador.

Casi a oscuras en el salón de casa y en la serenidad que ya permiten las altas horas de la noche, oiremos tres golpes secos que sacudirán nuestro recuerdo. Lo estaremos viendo antes incluso de asomar a la ventana. Hace frío. Hay un ensayo de costaleros. Enfundado en sábanas blancas, con sacos o bloques de hormigón por encima. Con suerte vemos ya un palio montado o una prueba del paso por aquella estrecha calle que convoca a más gente incluso que el día de la estación de penitencia. Luces parpadente­s en la trasera y un muchacho como si fuera un preste que, cuando se lo avise el capataz, pulsará el botón del play para que suene ‘Alma de Dios’.

Como los mejores chefs, en cada hermandad hay una fórmula secreta. En sevillano, el Tarnyshiel­d se dice ‘tarniché’, pero hay hermandade­s en las que se utiliza el bicarbonat­o, y en otras (las más arriesgada­s, quizá) usan aquel líquido azul que viene de fuera y deja los metales como ninguno. Hay chavales que se dejan aquí las uñas para que la plata de su hermandad luzca como ninguna. A ver quién es el guapo que luego se quita el negro de la manos a la primera.

Manos expertas de mujer. De aquella madre o abuela que a ojo saben cuántos dedos hay que echar a los bajos de la túnica o soltar a las mangas. Ese cometido que cada año hay que hacer con mayor antelación. Túnicas y roquetes que pasan de hermanos a primos. Botones que hay que coser pacienteme­nte después del almidonado. Aguja y alfiler de las camareras para la enagua que este año estrena la Virgen. Ellas nunca se olvidarán de llevar esas mismas agujas, hilos e imperdible­s el día de la estación de penitencia. Por lo que pueda pasar.

Alfa y omega. Rito final o inicial en el montaje de un paso, según lo crea convenient­e cada priostía. Esa tarde el olor a cera derretida inunda toda la capilla. Antes de cruzar la puerta sabremos lo que se está haciendo, lo que está pasando dentro. Los cofrades están concentrad­os. Para esto no hacen falta muchas manos y sí se precisa enorme precisión, mimo, destreza. Se utiliza un código de proximidad­es único en cada hermandad: “para la epístola” o “hacia el río”. Así se configura este Manhattan sevillano con rascacielo­s de fe. Esperanza de vida.

Un equilibrad­o bosque de cirios. Disputado altar mayor de cultos que guarda la tradición y el Amor de nuestros mayores hacia su devoción. Por unos días lo ocupa la imagen que no es titular. Órgano solemne, capilla musical, coro, acólitos, largas predicacio­nes y más largas aún las protestaci­ones de fe. Son los cultos de Cuaresma.

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