ABC - Pasión de Sevilla

Javier Rubio

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Durante centurias, Consolació­n fue la gran devoción sevillana. En el camino por tierra que unía Sevilla con Sanlúcar de Barrameda, el santuario de la Virgen de Consolació­n se convirtió en parada obligada para cuantos partían de Sevilla con la determinac­ión de embarcarse rumbo al nuevo Mundo. El culto a la Virgen de Consolació­n de Utrera, la gran romería popular del barroco andaluz luego prohibida en el reinado ilustrado de Carlos III y hoy limitado en gran medida al ámbito local y comarcal, llegó a ser una de las grandes devociones de la Iglesia sevillana con miles de peregrinos visitando cada año su santuario para implorar la mediación de Nuestra Señora en las inciertas travesías marítimas del Atlántico a lo largo de décadas en que el dominio de la técnica náutica no era tan apabullant­e como lo es hoy.

Consolació­n es una de las mociones del Espíritu Santo en el alma, que regala contento y alegría como reverso a la desolación, que viene acompañada de turbación, tristeza y dolor de corazón. La consolació­n nos saca del pozo sin fondo donde nos encierra la desazón, la falta de horizontes, la negrura con que contemplam­os el futuro, el naufragio al que nos aboca la depresión. La Virgen de Consolació­n lleva un barquito votivo en la mano; en su época, algunas promesas sólo se cumplían si se entregaba el flete en la otra orilla del Atlántico. Esa nave oscilante colgada de su mano nos recuerda precisamen­te que en los peores momentos de zozobra el piloto de ese buque insumergib­le que es el Espíritu Santo está siempre presto al rescate prodigando consolacio­nes para el alma estragada. En la Semana Santa sevillana, la Virgen de Consolació­n de la hermandad de la Sed es también Madre de la Iglesia, uno de los títulos de las letanías lauretanas que expresa la relación filial de los cristianos hacia el primer trono de Cristo en la tierra, el seno virginal de María. Es ante ella, implorando su infinita dulzura de madre, el camino más directo para que el seguidor de su Hijo pueda encontrar la verdadera consolació­n espiritual, la que nace del Espíritu Santo dirigida a sanar todas las heridas del alma.

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