Breve eternidad
Noviembre. Sin lugar para las trampas ni los trampantojos; borrada la pátina, despintado el maquillaje; ausente la mentira. Lo llaman el mes de los muertos y se equivocan, porque es ahora cuando todo está más vivo. Todo lo que es, en noviembre lo es de verdad. Noviembre es la puerta que lleva del ayer al mañana, el umbral de un porvenir al que poco a poco se le irán cayendo las incertidumbres. Noviembre de cielo gris y sol amable, de noches que avanzan a paso largo, extendiendo las sombras de un túnel del tiempo. Desde su imperfecta (todo en este mundo tiene una calculada tara) equidistancia con respecto al Domingo de Resurrección que se fue y al de Ramos que vendrá, noviembre marca la diferencia entre el antes y el después de casi todo. Es aquí, en este lugar del tiempo, donde vienen a confluir los meridianos de la Semana Santa. Como en los polos, ahora son a la vez todas las horas. No existe ya el ayer ni el mañana; noviembre marca la frontera entre ambos y su raya equinoccial no pertenece a ninguno de los dos. Nada hay, por eso, que se pueda parecer más a la eternidad que la vaporosa línea que noviembre traza entre el recuerdo y la entelequia. Si acaso, la propia existencia de cada uno de nosotros. Sí, también nuestro fugaz tránsito por el mundo, tal vez por ser él mismo un punto de la eternidad, nos abre la posibilidad de asomarnos a ésta y descubrir qué es. Porque la breve experiencia mundana del vivir permite ver a quien tenga ojos para ello sin que los prejuicios lo cieguen que la naturaleza –y el hombre como parte que es de ella– comete y corrige errores; que todo evoluciona, pero al mismo tiempo se reitera; que la vida va cambiando sin dejar de ser la misma; que no tiene sentido el sentido trágico de la vida, porque la vida, aunque pueda darnos muchos disgustos, en el fondo es un regalo; un sorbo de eternidad
que cada cual se bebe como quiere: poco a poco o de golpe. No hay momento mejor que éste para comprenderlo; metidos de lleno en la penumbra iniciática de este zaguán del porvenir que se llama noviembre. Cuando el tiempo se detiene a respirar y las cosas, en apariencia, vuelven a su ser esencial. Cuando, caminando entre las sombras de la noche sobre los húmedos adoquines que llevan a San Juan de la Palma, encontramos en nuestro interior las respuestas a todas las preguntas. Y al cabo acabamos comprendiendo de dónde venimos y a dónde vamos. Y reparamos en todas esas luces refulgentes, estrellas fugaces, que alguna vez vimos brillar en los cielos para perderse poco después de manera inexorable en las sombras del olvido. Y nos acordamos también de todas las amenazas que alguna vez se cernieron sobre nosotros sin concretarse jamás; y de cómo todo logró recomponerse cuando parecía degenerar sin remedio. El hombre ha creado demasiadas paradojas que le impiden apreciar las verdades absolutas. Afortunadamente, noviembre regresa cada año para volver a hacerlas patentes en el breve encuentro de treinta días que nos propone con lo eterno, con lo importante. Recordémoslo cuando este año vayamos camino del besamanos de la Virgen de la Amargura, establecido a raíz de su coronación canónica. Esas coronaciones que ahora tanto se desprecian. Gocemos pues de noviembre. Aprendamos lo que nos enseña. Disfrutemos lo que nos ofrece. Un sorbo de eternidad. Salud.