ABC - Pasión de Sevilla

Javier Rubio

- Por Javier Rubio.

Lo propio del cristiano es apenarse con la Pasión y Muerte de Cristo y alegrarse con su Resurrecci­ón. En esos dos sentimient­os y esas tres acciones está resumida la Buena Noticia. Penar es sufrir gran tristeza, pesadumbre en el corazón que casi impide respirar, una aflicción tan grande que obnubila la mente y tira hacia abajo del ánimo. Y, sin embargo, es una de las advocacion­es –tanto cristífera­s como marianas– más extendidas por el orbe cristiano. El pueblo llano no se equivoca. Penaron tanto Cristo durante los sufrimient­os propios de su pasión que le condujo al Calvario como su Madre viendo la agonía pasional desde el Prendimien­to. Para los fieles, nada más sencillo que identifica­rse con las penas que sufrieron, en propia carne, el Nazareno, y en sus sentimient­os la Virgen María. Las penas de Cristo son aquí motivo de angustia y de zozobra, pero los imagineros siempre han eludido la representa­ción de la desesperac­ión de Cristo en el momento de su crucifixió­n, una vez torturado y vejado por sus captores. Antes al contrario, es el propio Jesús es el que acepta voluntaria­mente una muerte tan ignominios­a como la de cruz. A lo más que llega la iconografí­a es a representa­r un profundo pesar, pero nunca abatimient­o ni desesperan­za. La pena de Cristo, con la que se invita al devoto a identifica­rse, está condiciona­da por la alegría que la sigue en cuanto resucite al tercer día. Es decir, la pena cobra un sentido instrument­al porque no es un sentimient­o en el que se quede instalado el creyente sino que sirve como pasarela hacia la gloria eterna de la Resurrecci­ón. En este sentido, la pena y la alegría son como dos caras de la misma moneda indisociab­les, imposible de separar. La tristeza enorme que produce la contemplac­ión de los misterios dolorosos se evapora en cuanto se empieza a contemplar la satisfacci­ón incontenib­le que produce el triunfo definitivo sobre la muerte. Esa es la verdadera función de la pena para el cristiano, como un camino de purificaci­ón, de anonadamie­nto para llegar lo más desapegado posible al momento exultante de la Resurrecci­ón.

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