ABC - Pasión de Sevilla

Nada más que la verdad

- Por Juan Miguel Vega. Fotos César López Haldón.

La historia, toda entera, de Sevilla puede leerse de abajo arriba en la secuencia estratigrá­fica del subsuelo de la iglesia de Santa Catalina, una obra maestra creada por el tiempo y el genio de los hombres donde los años y las eras se confunden en una desconcert­ante y virtuosa amalgama. La cripta arqueológi­ca legada por la modélica restauraci­ón de este templo es como un libro escrito en piedras y barro; el definitivo Cronicón de la ciudad, gracias al cual sabemos cosas que nunca nos habían contado. En él se describen, con la minuciosid­ad del viejo analista, la precuela romana, la osamenta goda, el espiritual­ismo coránico o los cimientos mudéjares de Sevilla. Desde el lóbrego vientre de Santa Catalina brota un haz de claridad que alumbra nuestro pasado; y lo hace con tanta intensidad que casi es posible atisbar el gran enigma: el principio de todo. Mas la ciudad es demasiado asequible a las paradojas y todo es más incierto, menos claro, a la luz de su sol cegador. Acertar a discernir, por eso, dónde está en los muros de Santa Catalina esa misma frontera entre el ayer y el hoy que tan claro se distingue bajo ellos sólo es posible a una mirada experta; tal es la fluidez con la que en esos muros dialogan el Medievo, el Barroco o el Regionalis­mo del siglo XX gracias a quienes en ese bellísimo diálogo hi- cieron de intérprete­s: Leonardo de Figueroa y Juan Talavera. Separados por los siglos, mas unidos por el genio. Sí, ahora se comprende todo.

Es cierto que a la luz del sol, de sus grandes hitos, la Historia sólo nos muestra fogonazos; a veces es un mero y tímido resplandor, un detalle, un gesto que pasa inadvertid­o y que requiere un esfuerzo de atención para poder ser percibido. La luz del presente es demasiado rotunda y todo lo eclipsa. El ayer muere cuando sale el sol. Sin em-

bargo, en ocasiones, es posible asomarse a esa eternidad que en este mundo efímero encarna lo perfecto. Todo pasa, nada permanece. Mas en la ciudad de las paradojas es posible que todo permanezca mientras contemplam­os algo que pasa, por ejemplo, la cofradía de Santa Catalina, que el año próximo volverá a salir de su iglesia, es decir, volverá a su ser. Del mismo modo que los estratos del templo donde mora esta hermandad nos cuentan la historia de Sevilla, su cortejo de nazarenos va narrando en la tarde del Jueves Santo la historia de nuestra Semana Santa; desde los atributos pasionista­s de la cruz de guía, a los atlan- tes de su paso de palio, donde la Virgen de las Lágrimas derrama su llanto de cera en tulipas de cristal. Hay en la belleza de ese tránsito una perfección que es la perfección de lo clásico; de lo eterno. Clásico, desde luego, según la sevillana definición de Rafael el Gallo: ‘clásico es lo que no se pué hasé mejón’. Ese incienso que envuelve a media tarde la calle Gerona cuando pasa la cofradía de los Caballos huele a incienso de una Semana Santa antigua y hasta el cielo cobra el color de una tarde de hace ya mucho tiempo, porque este sol que ahora inicia el declinar es el mismo que salió hace muchos años, quizá no muchos después de que la familia Roldán labrara las imágenes del paso de misterio donde Cristo es exaltado en la cruz, y el

paso de misterio también. Ese barco —buque escuela de navegantes del costal— que ahora baja poderoso, mayestátic­o, como ajeno al compás que le marcan los tambores que detrás lleva, camino de la calle de Sor Ángela, mientras a sus márgenes la multitud se queda con la boca abierta, incrédula de haber asistido de nuevo a su milagro. El paso de los Caballos. Sí, he dicho el paso y la cofradía de los Caballos, y me van a perdonar, pero así es como la siguen conociendo la gente de los corrales del barrio, que aquí han venido a verla; regresan desde el ayer al que se fueron, invocados por esta eternidad de cuya continuida­d son ahora garantes esos chiquillos que van con el antifaz recogido repartiend­o los caramelos que llevan en el canasto. Alberto Fernández Bañuls decía que si a los sevillanos nos quedase un hálito de dignidad nos apuntaríam­os en masa a los Caballos. Fernández Bañuls, que escribió sus mejores versos en el lecho de muerte, sabía de lo que hablaba. Mas no hace ya falta. Exaltada sobre el tiempo y las lágrimas, la hermandad de los Caballos está más viva que nunca. Por ella brindarán al anochecer quienes el próximo Jueves Santo la esperen junto al Tremendo, también parte esencial del barrio, el Tremendo… de Santa Catalina. Si la ves entonces, si la ves cualquier otro Jueves Santo de cualquier otro año, has de saber que, del mismo modo que en la cripta arqueológi­ca de su iglesia está escrita la historia entera de Sevilla, ante ti se está revelando en esa hora, sin tergiversa­ciones y con mayúsculas, la Verdad, toda la Verdad y nada más que la Verdad de la Semana Santa de Sevilla. Eso y no otra cosa es y será siempre esta cofradía que hoy vuelve al lugar al que pertenece.

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Base de la Cruz parroquial de la hermandad de la Exaltación.
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