ABC - Pasión de Sevilla

Desbordada, Sevilla, de Esperanza

El acto central del sexto centenario de la Esperanza de Triana congregó a medio millón de personas.

- Por José Antonio Rodríguez.

El Faro de Triana, de donde partía el vapor a Sanlúcar, tiene a sus pies la escultura de un león tallado en piedra. Cuando el agua del río crecía y llegaba a la boca del felino, el barrio se ponía a “empacar” sus enseres y a subirlos a las azoteas de las casas y las zonas elevadas de los patios de vecinos porque sabía que se les venía encima una nueva “arriá”.

Cuando el cauce del río se desbordaba. Cuando el Guadalquiv­ir trepaba por la Zapata y subía el malecón de la calle Betis, en Triana se colocaban azulejos que recordaban la altura a la que había llegado el agua.

Debería la Esperanza de Triana procurar una nueva versión de esos azulejos para explicar a las generacion­es venideras hasta dónde llegó un día la Esperanza. En efecto lo vivido durante el tiempo que la Virgen estuvo fuera de la capilla para celebrar en la Catedral el sexto centenario de la devoción merece condensars­e en un horno de barro. Y, más tarde, que en una fachada se contemple la frase que José María Rubio acuñó: “Desbordada Triana, hasta esta altura llegó un día la Esperanza”.

El origen de la devoción a la Esperanza puede llegar a ser simbólico porque ponerle fecha a una semilla es una tarea compleja. Lo cierto es que esa semilla estuvo regada por vecinos del barrio que en sus primeros siglos de vida fueron gentes vinculadas al mar, a los hornos de cerámica, tejares y gremios propios de ese lado de la ciudad. Con el descubrimi­ento de América, Triana había integrado en sus entrañas a negros, portuguese­s, desahuciad­os, esclavos, gitanos, huérfanos… una especie de Casa de Monipodio a lo grande conectada a la gran ciudad a través del Puente de Barcas.

Toda esa mescolanza cultural le dio al barrio un pellizco, un lenguaje propio que es con el que hoy se siguen abriendo los zaguanes de muchas casas, se continúa pronunciad­o su gracia en el mercado y se manifiesta en su dolorosa más aclamada. La Esperanza es la consecuenc­ia directa de la historia de su propio barrio. De aquellos vecinos que cuando la restauraro­n después de un incendio le pidieron al escultor Ordoñez que la retocara hasta dejarla como una vecina más, con el sombreado de sus párpados y sus profusas cejas negras. Un procedimie­nto de transforma­ción, poco ortodoxo a los ojos de este tiempo, pero que buscó a toda costa la impronta castiza en una dolorosa cuyo rostro comparó Eugenio Noel con el de la mujer de un torero.

La Esperanza es una trianera más pero no una trianera cualquiera. Cuando ella se asoma a la puerta, las calles se llenan de colgaduras, cadenetas, banderolas, anclas… los símbolos con los que Triana explica el amor por Ella.

Así ocurrió cuando marchó rumbo a la Catedral, en mitad de una calle vestida de fiesta y con la felicidad en sus ojos. La casa del Mora se ha alicatado de mantones, pesan los pétalos que caen del aire, la Virgen

se vuelve al balcón de Murillo, los costaleros del Cristo la cogen en el Puente y casi ni se nota salvo porque la Virgen va unos centímetro­s más cerca del cielo. En la Torre Pelli hay un fotógrafo que capta un río de gente por encima del agua. El aplauso en el Ayuntamien­to es atronador porque la Plaza Nueva ha rebosado. La Esperanza llega a la Catedral a la hora marcada. La hermandad ha tardado seis siglos en ser puntual, bromea Romera ante el sonriente canónigo en cuyas pupilas también rebosa la luz que trae el palio. La Virgen ha quedado colocada en el altar de Laureano de Pina. El Jubileo de su tiempo ha llegado. Seis siglos que se miran en las vidrieras de la Catedral como un espejo.

En la seo la hermandad celebra el Pontifical. A Sevilla llevan varios días llegando autobuses desde todos los puntos de España. Se han programado excursione­s que incorporan la visita a besamanos y espacios museístico­s de la ciudad. En la tienda de recuerdos de la hermandad se agotan las papeletas para inscribir a nuevos hermanos. En la Capilla de

los Marineros, la cola llega a la calle para el besapiés de los viernes del Cristo de las Tres Caídas. Sucede lo mismo en la Catedral para ver a la Esperanza con una hilera de fieles que rodea la fuente de Lafita de la Plaza Virgen de los Reyes. Son días intensos y ya todos presagiaba­n el multitudin­ario regreso.

El regreso

Cuando el reloj de la Catedral apuntó a las cuatro comenzó el regreso. Con toda la tarde por estrenar y con un sol de otoño dibujando su luz en las fachadas regionalis­tas de la Avenida de la Constituci­ón. En sus muros retumban los ecos de “Macarena”, de Abel Moreno. Dicen que cuando en la casa hermandad estaban confeccion­ando el repertorio musical del regreso, el director de la Banda de Música de las Cigarreras preguntó a la fiscal del paso y al capataz si se iba a tocar alguna marcha dedicada a la dolorosa de San Gil. A lo que el propio Toscano espetó un “si se le toca Macarena me hago hasta hermano”.

Motivo suficiente para que Juanma, el capataz, se guardara una solicitud en el bolsillo de la chaqueta y, cuando concluyó la interpreta­ción de “Macarena”, con el paso ya “arriao” en la Avenida, mandó llamar al director de la banda y en ese preciso momento le hicieron firmar delante del respirader­o la solicitud de hermano. Toscano sonrió espetando un “si es que sois diferente a todo”.

La Capilla del Baratillo se había adintelado de flores para recibir a la Esperanza y, a partir de ahí, la hermandad empezó a entender la dimensión real de esa procesión. Ya había gente en la calle Pureza esperando la llegada. Los vecinos del Aljarafe se arremolina­ban en Reyes Católicos y el Puente casi sin poder penetrar al barrio porque las calles que conducían al Altozano se habían colapsado. En Triana la intensidad se multiplica. En los balcones se cantan plegarias, sevillanas, se piropea su paso y se felicita al vestidor que tiene la inmensa capacidad de superarse cada día. En Rodrigo de Triana se ha quedado para siempre la voz de Davinia cantándole desde un balcón. Por Santa Ana se recuerda que la semilla de su devoción germinó allí y en la calle Pureza, la locura supera sus propios límites. La Virgen vuelve a llegar en hora… o era cosa de los relojes que se habían detenido a la vez. Dentro se le vuelve a cantar la enésima salve. Falta Julio. No está Julián. Tampoco Vicente. Pero están sus herederos. Los hijos de la Esperanza que han vivido estos seis siglos y han desbordado tanto a Triana como para que se les ponga un azulejo.

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La Esperanza en la puerta del Baratillo.

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